Mano Alzada
Cultura, Feminismos

“¿A qué me he metido? Imamanmi winakamuni”, crónica de una cineasta quechua y mamá*

Escribe: Gladis Flores Pacco

Me estaba convirtiendo en alguien cruel; esos días así lo pensaba. ¿Era por escucharlo repetidas veces? ¿Quizá era mi forma de resistir? ¿Así somos las mujeres? Levantaba la voz, pero para mis adentros me invadían el miedo y las dudas. Una puerta cerrada con violencia me hacía llorar. “¡No volveré contigo!”, pero sentía que no era capaz de salir de esto. Me dolía tratar mal, el dolor del otro importaba más.

Estaba segura de que no quería pasar por lo mismo que mi mamá y mi abuela pasaron. Nunca más quería volver a abandonarme por un querer tóxico, pero algo me detenía. Me asustaba la idea de equivocarme. Me repetían: “Piensa en tu hija, ¿joderás a tu hija? Ellos son así. Nosotras somos el cimiento de un hogar”. Miraba una fotografía antigua. ¿Estoy repitiendo la historia de mi mamá? ¿Por qué mi padre nos dejó? Decidí viajar, buscar respuestas.

En el paradero había un camión. Bajó un hombre, a cuestas jalaba un bulto. Verlo con canas y arrugas me dio tristeza. Recordé que lo odiaba; ahora ya no. Tampoco lo quería. Me acerqué, tardó en reconocerme. Lloramos sin decirnos nada aún. Sentados, compartimos unas hojas de coca. Se hilaba la historia de mi mamita, aquella que nunca pudo contar. Volví a sus espaldas y sentí su abrigo. Junto a unos hombres armados, los pies pisaban donde podían, el cuerpo temblaba, sin saber qué nos pasaría. Así, las sensaciones del cuerpo, la imaginación y las palabras se escribieron. Ahora es un proyecto. Estoy cambiando, y hasta me ha llevado a España, un país contradictorio, diferente a mis raíces.

Ese día volví de dejar a mi hija en la escuela, saludé a la dueña de casa. Abrí la puerta y me senté en una silla vieja. Estaba triste no sé por qué. El celular vibraba, era una llamada de un número desconocido. Dudé en responder. ¿Debía postular? Entre sorpresa y pregunta, contesté mientras pensaba “no creo que salga seleccionada”. ¡Autosabotaje! ¿Por qué?

Semanas después, tenía en mis manos la invitación al Festival de Málaga – MAFIZ 2023, para el laboratorio de proyectos WarmiLab. En vez de alegrarme, me preocupé. “Rass”, dijo mi cuerpo. Estaba sentada en casa, envuelta con un mantón. Tenía muchas preguntas en mi cabeza. No sé qué cara puse que llamé la atención de mi hija: “Mamá, ¿qué pasó? ¿Qué ves?”, con su carita pegada a mi cara y sus brazos puestos en mi cuello. “¡Mamita, felicitaciones! ¡Watukamunayki! ¡Llevas tu mochila y te subes al avión!”. Me hizo volver en mí, ¡no estoy sola en esto! Las lágrimas caían y la risa me ganaba, mientras ella me jalaba a bailar un huaynito. Era bonito sentir esa nueva libertad.

Estaba cansada, pero no me daba sueño. Parecían esas noches en las que ya quería dar a luz a mi wawa. No sabía cómo iba a ser. La mente me traicionaba a pesar de que mi cuerpo sí sabía. ¿Es de verdad? ¿En qué me he involucrado? ¿A qué me he metido? ¿Por qué tan tarde? Mientras mi hija aún dormía, prendí mi computadora, la que compré ya usada sin pensarlo dos veces. Estaba escribiendo el tratamiento, luego llenaría el formulario para enviarlo al ministerio. Pensé en el pitch: debía aprender a decir en corto tiempo de qué trata la historia, cómo se quiere contar desde las imágenes, la motivación, los costos y todo lo que ayude a entenderla. Así es la forma de presentar el proyecto en el cine, decir todo en poco tiempo, aunque esa idea de vender no me sonaba. Hasta ese momento nada era seguro. Decidir viajar no resolvería el dinero que se necesitaba, y el encargar la tarea de maternar era otra situación que debía resolver.

Watukamunayki, una voz sonada en varios tonos, para no perderte y volver a tus orígenes. En este proyecto hay historias que se conectan unas con otras, son como hilos de colores de la awana, que unidos hacen una manta y que se construyen desde lo colectivo. Ahora estoy recorriendo espacios para contar quién soy, de dónde soy, cómo es mi forma de ser. Todo ello está marcado por mi origen. Es raro poder hablar sobre una, años atrás siempre fue difícil. ¿A quién le importaría? Era nadie a la vista de ellos, a menos que necesitasen de una quechuahablante. Ahí sí, para el favorcito de las traducciones gratis o pedir rebaja: “No es inglés, ¿por qué tanto?”. Ellos cobran hasta por respirar.

En la comunicación virtual conocí a otras realizadoras de regiones con las que fuimos al espacio formativo WarmiLab en Málaga. Fueron cuatro los proyectos seleccionados: Catorce, de Jimena Calderón; Cabeza de toro, de Nataly Aures; Ukhu, de Sadeli Nina, y el proyecto Watukamunayki. Registros por aquí, trámites por allá, y reuniones, cada una con su propia dificultad. Esos días estaba pegada a la laptop o corriendo a tomar el bus. ¿Estaba siendo una mala madre? En aquellos días mi hija empezó a resolver sus cosas. Fue mi aliada. Gracias, wawallay, no es fácil ser mamá, y yo aún sigo aprendiendo.

No sabía tantas cosas, ni comprar un pasaje de avión por Internet ni lidiar con las aerolíneas, y no tenía pasaporte. Todo era nuevo. Debía aprender en poco tiempo, preparar a mi hija para que su padre la cuide por una semana, preparar mis mochilas, enfrentarme a mi primer viaje con escalas en avión al extranjero. Si perdía el vuelo, asumir el gasto sería imposible. En migraciones me preguntaron más que a otros: “¿Eres cineasta? ¿Dónde estudiaste? ¿Viajas con tu dinero?”. Era poco creíble que alguien quechuahablante pudiera hacer cine. “¿Nombre del proyecto? ¿De qué trata?”. Tuve que hacer prácticamente un pitch.

Por fin, ¡a volar! Miraba por la ventana mientras pensaba en la admiración que sentirían mis abuelos al ver las montañas desde ahí. Cerré los ojos, imaginé sobrevolar por encima del glaciar de Quelccaya, el Qoyllur Puñuna, del recorrido de los cinco ríos que se unen en el río Salqa y del apu Zea. Les pedí que me acompañen en este camino. Mi abuela decía que uno de esos apus me había recogido cuando nací. En las horas de vuelo aproveché para escuchar las canciones de Santa Bárbara de Sicuani, esa que me pone alegre y triste a la vez, pero me lleva hasta la cocina de ichhu cerca al fogón para tomar mate de huamanripa.

Sin creer aún lo que me pasaba, seguía caminando por las calles de Málaga, España. Me recordaron la calle Marqués de Cusco. Conocimos a María, una española muy guapa y amable, quien nos guiaría durante los días del festival. Era tarde, íbamos casi corriendo. El estand principal que estaba en la entrada del festival me detuvo por unos minutos: era el de Perú. Emocionada de conocer al equipo de la Dirección del Audiovisual, la Fonografía y los Nuevos Medios (DAFO) y del WarmiLab, seguí el camino. Pasamos por los otros estands, luego por el patio grande lleno de mesas, sillas y personas sentadas cómodamente conversando y tomando café, mate o alguna bebida. A la derecha estaba la cafetería. Bajamos unas cuantas gradas. A la mano izquierda, en el salón, nos esperaba Cecilia Gómez, de Tondero. Una mirada y pude reconocer a las otras realizadoras del laboratorio. No hubo tiempo de saludarnos. Nos explicó que la distribución debe verse desde la producción y nos contó sobre algunos casos. Los proyectos que cada una de las realizadoras contaba nos hicieron conocernos. Ya nos sentíamos una parte de la otra, sin siquiera habernos podido abrazar. Y, acabada la sesión, nos abrazamos, incluso desde nuestros miedos.

Salimos al patio, donde había varios asientos cómodos y mesas pequeñas. La asesora se emocionó con los proyectos; incluso se olvidó de que llegamos tarde. El día terminó con ejemplos de cómo contar las historias. Cecilia decía la sinopsis una por una, casi como si fueran poemas. Así todos los proyectos sonaban bonitos y vendibles, pero se perdía su ánima. ¿Cómo debo explicarlo para que nuestras voces no se pierdan en la traducción, para que nuestra sobrevivencia no sea en vano?

Al día siguiente, el aroma a café me acompañó hasta el salón de la presentación de los pitches, con proyectos que estaban ya en otra etapa. Había mucha gente y eso generaba mayor interés en estar presentes en el evento. Algunos presentaban de a dos, y otros solos. Cada proyecto tenía su identidad propia. El teaser podía complementar o quitar importancia a todo lo que había dicho la realizadora o el realizador. Pensaba en mi proyecto: ¿qué imágenes lo pueden representar mejor? Contarlo no era suficiente. Un contexto desconocido sería más complicado de imaginar por los tutores o jurados. “Las imágenes contarán mejor”, me dije. Eso me dio calma.

En medio de murmullos, bajamos unas gradas, unos pasos por el patio, unas cuantas graderías, y volvimos al salón del día anterior. Esta vez nuestro asesor era Juan Morelli. Usando como referencias las presentaciones que vimos, nos comentaba la forma particular y creativa de presentar cada proyecto. Mientras se los contábamos, agarró un papelote y unos plumones de colores para anotar y subrayar. Era vendible cuando éramos capaces de identificar, resaltar y elegir los temas que abordaban, para así poder explicarlos dependiendo de a quién se decía el pitch o el espacio en que se decía.

Cruzamos el patio y llegamos a un espacio diferente y más privado. Era un salón pequeño de sillas cómodas, dulces gratis, agua y vasitos para servirse. Todo lo gratis fue bienvenido, justo lo que necesitábamos. En complicidad y risas, las cuatro participantes del WarmiLab hablábamos de tener ya más confianza para dar un pitch. Una voz interrumpió: “Olvídense del pitch. Las películas no se hacen solo para vender”. Era Tania Hermida, cineasta ecuatoriana. ¡Bien!, después de pensar tanto en vender, sonó esperanzador.

“El guion es un proceso y encuentro con otras historias, es un camino que empieza y te transforma”. Escribir la historia me ha hecho llorar, me ha enfrentado a mis miedos. Otras veces corrí en la pampa verde junto al viento con la cara fría como la papa helada. Escuché los cinciros de las llamas cargueras. Toqué las trenzas de mi madre. La vi reír. ¿Realmente me he transformado? Watukamunayki ha hecho que sea menos miedosa, que me mire de frente, que me cuestione, que valore lo que estoy haciendo sin importar tanto la validación del otro, y que encuentre una validación propia, una voz propia.

Corriendo de un lado a otro, seguía aprendiendo más cosas, tratando de tener los pies sobre la tierra. Tal vez no: esa semana gasté bastante; sola no hubiera podido asumir los costos, y así hubiera tenido la cantidad, hubiera pagado otros gastos. Hasta me sentí culpable y por ratos hasta pensé que no merecía el premio que me habían dado, pero por eso también creo que debo trabajar más.

En una de las tutorías me preguntaron qué me parecía la película Diógenes, del director Leonardo Barbuy, producida por Illari Orccottoma, a quien conocí el día que se proyectó la película en la sala Albéniz. “Abrirá las puertas para el cine quechua”. Quizá sea así. ¿Ser quechua quiere decir estar de acuerdo con todo lo que se haga en quechua o en nombre de los quechuahablantes?

Caminar por las calles estrechas de Málaga era un viaje por vistosas tiendas de carnes, bares, locales de comida, y justo nos encontramos con una de las organizadoras, quien me dijo al verme con un amigo “¿es tu marido?”. ¿Por qué pensaría de buenas a primeras que era mi pareja? ¡Me horroricé! Felizmente, se dio cuenta y nos dijo “ya la cagué, discúlpenme”. La entendí porque estaba medio borracha, pero buena muchacha.

Me acuerdo de frases insistentes. “Date otra oportunidad”, “¿te quedarás sola?”, “tienes que rehacer tu vida”. ¿Y renunciar a mi poca libertad? Tan solo de pensarlo, hasta tiemblo. Mamagrande sabía; ¡Atakaw! “El diablo todavía sería más bueno que ellos”. Estar sola me hace bien. Puedo reírme sin tener que rendir cuentas a nadie, estoy descubriendo lo que me gusta, aprendiendo a priorizar mis tiempos, cuidarme y criar una wawa libre.

Las chicas del WarmiLab fuimos la novedad del festival. En la entrega de la Biznaga para Perú, como país invitado, demasiados desconocidos se querían tomar fotos con nosotras. Me sentí decorativa. Pensé en los eventos protocolares, cuando la pollera se usa por conveniencia. Aceptamos más una pollera de diseñador, de marca, sobre todo si es de princesa inca, que una pollera hecha a mano y con cariño por una tejedora de una comunidad campesina que ha cuidado a su ganado por años.

Sentí el racismo de los productores peruanos, para ser específicos, limeños. Era inevitable ver sus caras expresando “ajo evadiendo con una mueca. No nos saludaban, no nos miraban directamente a la cara, nos evadían, no sabían cómo relacionarse con nosotras. Ya me habían dicho algo así, pero pensé que exageraban. Por un rato hasta dudé de lo que vi y sentí. ¿Era un prejuicio? Nos mirábamos confundidas, como queriendo decir algo. Una de las realizadoras expresó cómo se sintió. Todas nos habíamos dado cuenta. En cambio, los productores extranjeros fueron más amables. No sé si son más sutiles o es que realmente ya no son racistas.

Por varios años, trabajé en una ONG. Siempre quise dejar de trabajar allí, pero no tenía trabajo en otro lugar ni tiempo para cuidar de mí y de mi hija. Tener una casa no es algo que me preocupe tanto, solo quiero hacer algo para tener libertad realmente. ¿Qué es la libertad? Hasta ahora son pequeños avances: poder decir “no”, opinar y proponer sobre los audiovisuales, criar a mi hija sin que me importe el qué dirán, romper con la dependencia emocional, aprender a conocerme y luchar conmigo misma. Quiero salir adelante, aunque me cuestiono. ¿Dónde quedó esa joven universitaria que militaba en la juventud socialista? Creía en la dirigencia correcta de quienes hacían lo que decían y no actuaban según su conveniencia. ¿Dónde quedaron esos días en que confiaba en las organizaciones gremiales y sociales? ¿Acaso pesaron más las desilusiones o será porque ahora tengo una hija y me fui a vivir a un barrio de clase media porque es más seguro para nosotras?

En la ONG no podía opinar sobre los registros audiovisuales que se hacían en las comunidades campesinas, a pesar de que era quien compartía con ellos sus actividades todos los días. Las producciones que se hacían en quechua ya tenían un objetivo marcado, subtituladas según el dato que guste a los financistas y según la información que quieran escuchar. Querer un cambio, pero no saberme capaz, o necesitar más compañeros y presupuesto para hacerlo a mi manera, desde el sentir quechua. Mis empleadores no me veían como alguien que pudiera proponer y cambiar una situación, que sumara a transformar el país y quizás el mundo. Recuerdo que me atreví a decir que leí a Arguedas. “¿Cómo? ¿Eso lees, mamacita?”. Tuve que escuchar casi una charla. “Esos libros ya están desfasados, desactualizados”. ¿Por qué les incomodaba? Para quienes percibimos el mundo desde la crianza mutua, esos libros cuentan nuestros vínculos, vivencias y las desigualdades que aún vivimos. Así hayan pasado tantos años, son actuales. Arguedas lo supo describir: «Tenía un plato de mote a mi lado con su pedacito de queso. Me quitó el plato de la mano y me lo tiró a la cara, y me dijo: “No vales ni lo que comes”».

Por una semana, dejé de barrer, lavar, cuidar a mi hija. La virtualidad fue mi medio de comunicación con ella: le contaba de los días en Málaga, de la comida, de los barcos y del mar. Ella me extrañaba. Había agarrado la chalina de lana que dejé antes de partir a España; dormía abrazada a la prenda y no la soltaba. Ahora tiene tías y primas cineastas, a las que le fui presentando en las videollamadas. A la vuelta, las tareas me esperaron duplicadas: toda la ropa sucia de mi hija, su padre no pudo darse tiempo, ella se enfermó y faltó a clases. Estoy segura de que, si él leyera esta crónica, me diría que le estoy haciendo quedar mal. Culpable hasta de perseguir mis sueños, por dejar a mi hija una semana.

¡Salir del país! No lo había pensado nunca, ni cuando dejé mi comunidad. Cuando fui a la escuela dejé las polleras, las trenzas y aprendí el castellano. Ni me di cuenta. Con el tiempo pude ver las consecuencias que tuvo en mí. Creo que así fue que dejé de ser quien era. Mi mamá quería cuidarme. “Estudia para que seas alguien en la vida, para que cuando entres a alguna oficina no te humillen”. Hacer cine para los quechuahablantes es encontrar una voz propia, una autorrepresentación. Es resistir para no desaparecer. ¿La realización de estos proyectos se puede concebir desde el cine industrial? Encontrará sus propias formas de realizarse, personas, una dinámica, un equipo, tiempos. Pienso en el rodaje: ¿quiénes me acompañarán?, ¿quiénes tendrán los pies firmes, el estómago fuerte, las polleras bien amarradas?, ¿quiénes no tendrán miedo de comer chuñito, papita y quispiño con su uchucuta?, ¿quiénes serán nuestros llaqtamasis? Ojalá que la migración no nos haya hecho olvidar de dónde hemos venido y a dónde estamos regresando.

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Edición por Antonio Tuya Sagástegui

Descripción de la imagen: La autora acompaña en espacios de sanación colectiva a mujeres en situaciones de violencia de la comunidad de Marcaconga, distrito de Sangarará, departamento de Cusco, en 2020.


* Texto ganador en la categoría Mejor Revelación en el Primer Concurso Nacional de Artículos sobre mujeres en la cinematografía peruana, organizado por Wikiacción Perú. Mano Alzada acoge la publicación de este artículo como aliado estratégico en la visibilización de los aportes de las mujeres peruanas al campo cinematográfico. Licencia del texto: Creative Commons Atribución – No comercial – No derivadas 4.0 Internacional (CC-BY-NC-ND 4.0)

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