Más allá de la comidilla que ha generado la película de “Chabuca”, hay una coincidencia generalizada en señalar que esta es “la mejor película” de la productora Tondero, especializada en comedias clasemedieras, así toquen temas o personajes de clases populares, de bajo nivel creativo y actoral, que no suelen trascender de la anécdota de su repetitivo casting o de la situación contextual que atraviesen.
Dice mucho que esta sea la “mejor” película de Tondero, ya que es difícil encontrar la apuesta cinematográfica del director o algo en especial que la haga transcender del producto televisivo al producto cinematográfico, a pesar de algunas críticas que han sido benevolentes con el biopic de Ernesto Pimentel, popular conductor televisivo con más de dos décadas interpretando a su personaje La Chola Chabuca en señal abierta.
En ese sentido, es un buen producto televisivo si tenemos como referencia producciones como las telenovelas de los 90, las mentoras de los dramas latinoamericanos. La televisión peruana suele presentarnos personajes sin matices, malos y buenos por doquier, en medio de tragedias que atraviesan un mar de llanto y de risa, hasta la destrucción del malo y la exaltación del bueno. Algo así no puede permitirse el cine a no ser que lo que se busque sea la parodia, pero este no es el caso, porque lo que intenta contar “Chabuca” es un caso de la vida real, una biografía dramática en donde vemos el desarrollo, la deriva y el triunfo de una persona que está viva.
Un guion que no logra construir un arco para sus personajes va a tener problemas para su representación. Una puesta en escena que profundiza en la estética del videoclip puede llegar a convertirse en un largo comercial televisivo. Pero tal vez esa era la intención, sino no entendemos que no se busque por lo menos la verosimilitud en el personaje, a quien siempre vemos adulto así use uniforme escolar y pretenda ser adolescente, la inclusión de la publicidad del Real Plaza, o estos breves y desangelados homenajes a íconos de la comunidad lgtbiq+ como son Coco Marusix y Yefri Peña.
Podríamos enumerar varias escenas y decisiones problemáticas en todo el film como el uso recurrente del flashback de la caída de la Chola en su primer programa, la construcción de un héroe casi angelical, la inexplicable maldad de su pareja de tantos años, el abuso de un adulto hacia un adolescente visto como una experiencia romántica fallida sin cuestionamiento, la fría relación con la que se convertiría en su mejor amiga y la madre de su único hijo, evidentemente una persona importantísima en su vida, o la escena de la pelea en donde Pimentel le rompe la nariz a su expareja, entre tantos otros, en donde el buen acabado no puede esconder la ausencia de cine.
La película pretende crear cierta heroicidad en la vida de Pimentel, pero le quita humanidad, le crea una incapacidad para amar y responder al amor de los otros de forma afectiva, cercana, táctil, más allá de la carnalidad de los encuentros con su pareja, ausentes también de ternura, actitud tal vez explicada por la frialdad de la madre o su temprana pérdida. Así, en lugar de generar empatía en el espectador, que es la posibilidad de ponernos en sus zapatos y mirar con sus ojos, nos saca de la película para observarlo con duda y sospecha, y nos terminamos preguntando si realmente Pimentel logró todo lo que tiene casi sin ayuda de nadie, un hombre que se hizo completamente solo y que ha sido benéfico para todos los que lo rodean, incluso para el hombre que, en algún momento, más lo odió.
Por otra parte, se extraña conocer más del contexto profundamente homofóbico que se vivía en los años 90 en el Perú, en plena dictadura fujimorista, con los diarios chicha avivando el estigma y los prejuicios de la sociedad a conveniencia de quienes nos gobernaban en esa época. Un par de atisbos de una situación así sucede en el colegio, pero esa escena es tan atemporal y ocurre hasta nuestros días, que no nos ubica en los tiempos en donde, cansados de tantas vejaciones y persecución, un grupo de gays y lesbianas deciden fundar el Movimiento Homosexual de Lima y hacer el primer plantón mostrando sus rostros y exigiendo respeto y derechos para la comunidad lgtbiq+.
Pimentel y Alex Brocca atravesaron tal vez el momento más visceral de esa época cuando Brocca decidió escribir su libro testimonial “Canto de dolor. No repitan la canción”, sacando de su transparente clóset a Pimentel y anunciando también que eran portadores del VIH: dos situaciones totalmente estigmatizadas en esa época que reforzaban la idea de una “peste rosa” que asolaba el mundo, en un contexto en donde tener el virus era sinónimo de muerte, y que podían haberle costado a Pimentel su carrera televisiva.
Dos décadas de activismo, sobre todo del MHOL, que implementó una línea telefónica de ayuda e información (con un gran voluntariado de lesbianas) y trabajó incansablemente para que las personas con VIH sean reconocidas como sujetas de derecho (y ahí aparece un segundo atisbo de la homofobia de esos tiempos en “Chabuca” con la expresión despectiva de una doctora en el hospital), logró que estas fueran incluidas en políticas públicas de salud y planes de derechos humanos, así como la distribución gratuita de los medicamentos que frenaran los síntomas de la enfermedad, en 2004, año en que Brocca murió, como mueren tantas personas pobres en un sistema de salud que no está pensado para ellas.
Esa y muchas historias más aún están por contarse.