- Las miradas sobre la violencia sexual en el cine son múltiples y suelen estar cargadas de ideología.
Creo que no hay cineasta que no haya mostrado su repudio frente a este delito, desde “El nacimiento de una nación” de Griffith (1915) pasando por “Acusados” de Kaplan (1988), o por lo menos un «interés» en mostrarlo como una situación espantosa o degradante por más que se regodease de ella, como “Irreversible” de Noé (2002), “Ciudad de Dios” de Meirelles (2002) o “El secreto de sus ojos” de Campanella (2009).
Algo característico de estas películas, aparte de que fueron dirigidas todas por hombres, es la forma en que son retratadas las víctimas y los victimarios. En la mayoría de los casos, las víctimas son mujeres blancas jóvenes que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, y sus agresores eran personas racializadas, en situación de marginalidad, pobreza o delincuencia, enfermos mentales o grupos de drogados o alcoholizados, categorizados como monstruos y salvajes, y por tanto excepcionales.
Muchas de estas películas sirvieron (y sirven aún) para tipificar a estas dos categorías de personas, y en el imaginario social se han perpetuado de esa forma, limitando la posibilidad de ver retratados personajes que puedan reflejar todas las aristas de la violencia sexual: género, clase, raza, capacitismo, etc.
“Paulina” (Santiago Mitre, Argentina, 2015), escrita a dos manos entre el director y Mariano Llinás, se inscribe en este tipo de películas que, para explicar una ideología, exponen su propia mirada masculina racista hacia una clase social (empobrecida y marginal), forzando lo que critican -la ideología- hasta el extremo.
En ella, una mujer (blanca y de clase media alta), interpretada por Dolores Fonzi, decide dejarlo todo -una carrera profesional exitosa, un novio y un futuro en la ciudad- para ir a educar a adolescentes precarizados de una villa empobrecida de Argentina.
«Desobedeciendo» los consejos de su padre y dejando atrás a su pareja, empieza una nueva vida que ya se ve amenazada desde que entra al lugar, con la patota, liderada por Ciro, mirándola desde lo alto, mientras avanza el carro que la lleva hacia la escuela, situación que predispone al espectador a esperar algo malo de la decisión de Paulina.
En la escuela, la amenaza continúa frente a unos adolescentes desinteresados y cínicos a los que no les interesa lo que la blanca (salvadora) intenta hacer con ellos. Ella no tiene autoridad, así tenga un cargo que lo implique.
Si en algún momento pudiera parecer que el mensaje de la película se dirige al tipo de films que cuentan “milagrosos” cambios en la vida de las/los alumnos gracias a un/a profesor/a que logra ver en ellos el diamante en bruto que son, se termina rápidamente con el anuncio de la violencia sexual, mediado por otro acto sexual, el de la exnovia de Ciro, a quien se le ve realizando una felación arrodillada en el suelo a pesar de que tiene ahí mismo la comodidad de los asientos de un auto.
Esto no es gratuito, la extraña postura de la mujer está determinada para que las/los espectadores veamos qué es lo que justifica el espantoso acto de Ciro posteriormente. Podemos pensar aquí en la frase emblemática de Simone de Beauvoir, para reinterpretarla de la siguiente manera: “Un violador no nace, se hace”.
Mitre y Llinás nos intentan decir que hay «razones» por las cuales se desata la violencia sexual contra las mujeres, razones que no tienen que ver con la propia construcción malsana de la masculinidad, sino con las respuestas de los hombres (racializados) ante los desacatamientos de las mujeres, sobre todo si en algún momento nos han «pertenecido». Esa desobediencia primigenia va a tener consecuencias terribles en las otras mujeres, sobre todo en las inocentes, que pagan por las culpables.
Luego de la violencia, podemos ver los efectos que esta origina no solo en Paulina, sino en su padre y en su novio. En ambos, el honor perdido -pues Paulina les pertenecía- tiene que ser restaurado, por lo que el padre, a pesar de la negativa de ella, decide mandar a detener y juzgar a los violadores, y el novio pretende despejar toda duda de que el hijo que alberga Paulina ahora no es suyo.
A pesar de ser una película del 2015, se ha quedado en los 80, en una época en donde los delitos sexuales eran considerados crímenes contra el honor en varios países latinoamericanos (y también España). En los 90, las violaciones sexuales cambiaron su definición a “crimen contra la integridad”, gracias al feminismo que restituyó el sujeto y el bien afectado a las mujeres.
En el cine, algunas directoras se empeñaron en cambiar este imaginario masculino sobre la violencia sexual y una película que ayuda en ello es “Cómo tener sexo” (How to make sex, Molly Manning Walker, Reino Unido, 2023).
En ella, la distinción de clase tan evidente en “Paulina” no es una característica que se recoge, los adolescentes pertenecen al mismo ámbito social, van a las mismas fiestas, les divierten las mismas cosas y quieren tener sexo.
No hay una mirada racista en sus actos, sino una homogenización, ellos son vistos con ternura y comprensión por la cámara de la directora, y por eso, cuando somos testigos de la violencia, nos quedamos tan pasmadas como Tara (Mia McKenna-Bruce), la víctima. El violador, en este caso, es un chico de su edad, alguien que compartió con ella, un amigo ocasional, y todo sucede entre incómodos pedidos de sexo mediados por un sí que grita no.
Aquí el violador no es un salvaje, no es un monstruo, no es un perturbado mental, es un chico que no sabe interpretar lo que la chica le está diciendo, y que tampoco quiere hacerlo, porque su privilegio masculino se lo impide, porque nadie le ha enseñado a hacerlo, por ello vemos que luego de la agresión en la playa, a la que pocos llamarían agresión, por ser una experiencia tan habitual en la vida de las mujeres, la situación vuelve a repetirse en la habitación, de forma sutil y escalofriante como la primera vez.
Tara es una víctima, pero es difícil colocarla en ese papel, porque ella “consintió”, porque no dijo no decididamente, porque no se enfrentó lo suficiente. Las decisiones de Tara no se disfrazan con el discurso de Paulina, dogmático, ni con sus actos martiriológicos en donde se inserta compasión y desprecio por igual hacia quienes la victimaron.
Manning Walker nos muestra los claroscuros del consentimiento sin juzgar, nos muestra cómo se parte el alma de una chica en segundos, sin violencia gráfica, aunque igual de escalofriante, nos deja ver sus temores, sus pasos perdidos, su dolor, sin recubrirlo de un discurso que lo explique, las imágenes no tienen que hacer eso, la directora nos da el poder a los espectadores de estructurarle un discurso, un lenguaje, para explicar lo que está pasando.
Así como en “El cuento” de Jennifer Fox (2018), “Una joven prometedora” de Emerald Fennell (2020), “I may destroy you” de Michaela Cole (2020), “Ellas hablan” de Sarah Polley (2022) o “El consentimiento” de Vanessa Filho (2023), las mujeres están hablando.