Hasta diciembre de 2019, llevábamos una vida “aparentemente normal”. Seguramente trabajando en horario de oficina, haciendo horas extras, llegando a casa a organizar tareas escolares, alguna exposición para la feria de ciencias o alguna fecha celebrable del basto calendario cívico escolar.

Los días viernes era ritual de escape hacer el after office en algún punto del Centro de Lima. A falta del bar de Ciro y del Averno, teníamos el Portón de Quilca, el Queirolo, el Bolivarcito, el Munich, La Huaca, el Zela, el De Grot, el Yield, el Etnias, el imperdible Vichama, el Monarca, La Emolientería; en fin, una serie de recovecos nocturnos que nos sabían acoger muy bien.

Con suerte llegabas a casa con el pan y los tamales para que te dejen entrar sin mucho trámite. Una dormidita de rigor y a ponerle pilas al día porque, el sábado recién iniciaba y, para quien vive con niños, sabrán que las criaturas de hoy llevan baterías que se recargan solas con oxígeno y calor. Obvio que no era todos los fines de semana. ¿Con qué cuerpo?

Así, las tareas escolares consumían nuestros ilusionados sábados e incluso domingos, preparando maquetas o experimentos, o completando una serie de hojas de libros que tenían que acabarse sí o sí antes de terminar el año. Tratando de estirar los soles para que alcance para la lonchera de la semana, para las rifas, para las entradas al festival folklórico, para el alquiler de los trajes o disfraces, para la cuota del paseo al club campestre, para la cuota de Navidad, de tal forma llegaba otro fin de mes y había que tener la mensualidad al día y los pagos en general.

Lunes otra vez, despertando antes de que suene la alarma porque muchas veces las preocupaciones pesan más que los sueños. Corriendo al baño antes de que te gane tu abuelita el turno. Renegando porque descubres que mientras te fuiste a comprar el pan, ninguno de la familia se dignó a levantarse a poner agua o al menos alistarse.

Desfilaban uno a uno, el martes, miércoles, jueves y viernes. Todos apurados y con el ceño fruncido. Y cuando te dabas cuenta que la vida ya la llevabas casi de prestado, meditabas un poco y mandabas todo al diablo.

Armabas un plan bonito que incluyera mar, sol, arena, campo, río, aire libre o piscina. Un día de desconexión con el mundo, un día al menos. Un día para disfrutar de lleno con los seres que más amas. Y cuando iba cayendo la noche, deseabas que la vida te regalara más días como estos, donde podías sentir una conexión interna absoluta. Donde tenías más tiempo para abrazar a los tuyos e imaginar que lo que vivías era la felicidad.

Tráfico, bulla, smog; colas interminables para subir apretujado al Metropolitano, al bus azul o al Metro de Lima. Una buena función de teatro, una inesperada noche de cine, un ameno recorrido por tu museo favorito, un relajante paseo por el parque, una visita a tus sobrinos más queridos, un flirteo casual, un amor del pasado rondando tus calles, una necesaria visita a tus muertos.

Hoy, en plena llegada de la segunda ola de la covid-19, muchos reconocemos que la normalidad nos había arrastrado a una vorágine de acciones que nos estaban deshumanizando cada día un poquito más.

Pero, saben, nunca en la historia los niños habían pasado tanto tiempo con sus padres; lo normal era tenerlos en sus escuelas desde antes de las 8:00 a m. hasta casi las 5:00 p m. Quienes estaban más presentes en el proceso de crianza eran las abuelitas y abuelitos. Las madres y padres nos dedicábamos a ser meros proveedores, y en muchísimos casos estaban los infaltables “padres de visita”.

Ahora, los que tenemos el privilegio de trabajar desde casa, estamos 24×7 con la familia; con las niñas, los niños y con los abuelitos. Sorteamos las reuniones de meet o zoom con el soundtrack de alguna riña familiar, con la bulla del vecino a quien se le ocurrió remodelar su casa y te regala diariamente la quinta sinfonía del taladro, con la cara de sueño por haber pasado una mala noche por tener a algún familiar enfermo, o simplemente con el cuerpo agobiado por alguna dolencia vieja a quien prefieres no hacerle caso porque tienes fe en que ya pasará. Saliendo solo tres veces a la semana para hacer las compras necesarias; comida, medicinas, enseres.

Trabajar, estudiar, investigar, leer por obligación, leer por placer, crear, creer, soñar, divagar, llorar, sanar, extrañar, entregarlo todo y perderlo todo, volver a empezar.

No, yo no quiero volver a la normalidad, quiero seguir aprendiendo a tejer en comunidad.