Escribe: Carlos Jaramillo
Dicen que esta esquina huele como deben oler los infiernos, y seguramente es cierto: hiede a azufre, a demonios y a los rastros negros que ha dejado la fábrica de gas, como una costra maldita que no deja crecer simiente alrededor. Yo, para Lima, la ciudad de mis pecados, soy una mala simiente también. Carretera del gas, Alameda del gas, Alameda Alfonso Ugarte, en Lima todo tiene más de un nombre. A mí, por ejemplo, desde los 10 años me llaman Canastón [1]. La Canastón. Me llaman así porque recorro la ciudad entera haciendo mandados con mi canasta, dentro de ella tengo de todo, y está mi vida también. “Canastita de mi alma” es como me dice el hombre que estoy esperando a estas horas. Dicen que en esta esquina hay un Diablo que ataca al caer la noche. Un Diablo calato.
Por mi figura grácil y mi perfil de señorito, dice mi madrina ña Cecilia, que soy un hijo volado de don Isidoro de I. Ya no me interesa creerlo, pero, cuando es oportuno, lo acepto. Todo señorón limeño tiene algún bastardo para confirmar su hombría en esta villa de maricones.
Y lo dijo ese poeta Olaya:
“…Infame círculo de alcahuetes eres
Revuelto lupanar de maricones…”
A lo que nuestro Chocano respondiera:
“Negro grajiento de Colombia oriundo
Tierra donde nacen maricones…” [2]
Siempre pensé que en los grandes salones no escucharía tales ruindades, pero, ya ves, yo que he caminado y camino Lima entera, sé que arriba está más oscuro que abajo.
Nací en el verano de 1895, un día antes de que Piérola entrara a la ciudad por la portada de Cocharcas, a sacar del poder a sangre y fuego al presidente Cáceres. Llegué, como dicen, ‘donde revienta el cuete’. Estamos a julio de 1914 y en este siglo del progreso y de las luces, y de los inventos mecánicos fabulosos, puedes asistir por unos centavos a la sala Fémina para ver la proyección de una carrera de gala en el hipódromo de Santa Beatriz con asistencia del presidente de la República. En enero. Y en febrero, por el mismo precio, ver en la pantalla el derrocamiento a balazos… del Presidente. Vivimos en un cinema, ¡siglo XX, qué locura bestial eres!
Recuerdo que cuando tenía 11 años solo había carpas instaladas en pampones y plazuelas, para ir a mirar las imágenes en movimiento. Yo me escabullía en la carpa y dentro me dejaba acariciar las posaderas por los viejos viciosos a cambio de un helado imperial de don Pietro D’Onofrio. Me pierden las golosinas.
Hoy por la mañana pasé por la Casa Maggiolo en la Plaza de San Francisco y compré dos chocolates Tobler. Uno para mí y otro para el Diablo calato. ¿No sabes quién es? Déjame que te cuente: es un bandolero y me adora. Es el terror de la Alameda Alfonso Ugarte. Creo que la cárcel nueva aquí cerca la han inaugurado especialmente para él. Pero no lo creas tan malo. Odia la injusticia. Roba al que exhibe. “No hay rico bueno” es su lema. Los mocitos del cercano Colegio de Guadalupe lo reverencian en secreto. Yo también hubiese querido estudiar en ese precioso edificio tan nuevo y brillante. Lástima que la avenida aún se halle tan sucia de desmonte y desperdicios a pesar del colegio. Es tan temida esta vía que salvo el tranvía, que la cruza en una esquina, nadie se atreve de ir desde la Plaza Bolognesi a la de Dos de Mayo a pesar de que las une como un bulevar.
Empieza a rayarse de oscuridad el cielo color panza de burro de Lima. Repaso mi atuendo para cuando el Diablo llegue. Camisa a lo Byron, tweed cap, que así le decía un marinero de San Francisco que me la regaló a cambio de tocarle la trompeta. Llevo polvos de arroz en el rostro. Tengo dos tesoros en mi canasta mágica: una barra para darle color a mis labios. Elizabeth Arden. La llevo envuelta en papel de seda y un frasco de perfume Santa Rosa de Lima. Giraud. París. Es casi un boudoir de cortesana mi canasta. Y me gusta. Fueron obsequios de mis amigas tarambanas que llegaron el año pasado a revolver la tres veces coronada villa.
La princesa de Borbón, como la llamarían luego los diarios y hasta la revista Variedades, se cruzó en mi camino mientras salía del Jardín de Estrasburgo, el lugar más elegante de nuestra capital, iba espléndida como Asta Nielsen [3], seguida de otra dama no menos llamativa. Me clavó la mirada e hizo un gesto para que me acercara a su presencia. Tenía un extraño acento al hablar:
– Eh, chamaquillo, ¿tu chamba son los mandados?
– A sus órdenes, madamita.
– Búscame en el Grand Hotel Maury. Soy Ignacia de la Torre y Mier. Órale.
Algo se me hacía misterioso en esa dama de ojos grandes. Pregunté a un viejo mozo quechua del Jardín:
– Canastón, niñachay, la señorita de la Torre pertenece a la mejor sociedad mexicana y está aquí de visita antes de partir a encontrarse con su padre en el exilio en la Argentina. La desdichada joven se ha visto arrebatada de buena parte de sus haciendas por los “revolucionarios” de su patria. Ni permita Dios que esos vientos corran por el Perú.
Dejé un encargo en casa del doctor José y acudí presto al Maury. Afuera me esperaba, bajo los balcones, la otra dama que acompañaba a la millonaria.
– Camuñe, me dijo, este hotel tendrá timbre y luz eléctricos, pero qué costumbre la de ustedes de fumar como carreteros en todo lugar ¡canejo! [4]
– Buenas tardes, yo vine por…
– Sí, sí, vamos al salón. Eh, la Bella Otero, tanto gusto, no hay de qué …
Me sorprendió por su energía. Luego del salón subimos a la habitación y ahí me enteré de la verdad al despojarse del moño la señorita Ignacia. ¡Eran hombres vestidos de mujer! Ilusión perfecta. La millonaria mexicana era Luis Fernández, gallego, pero inmigrante hace años en Buenos Aires. La Bella Otero no me quiso decir su nombre real.
– Culpiano. En el nombre lleva la expiación de sus pecados, me susurró Luis/Ignacia en un descuido de su amiga.
Eran amigas y cómplices. Solo con verme me habían identificado como uno de “la cofradía”. Los invertidos. Habían llegado para hacer negocios según me contaron vagamente. Necesitaban información de toda la aristocracia limeña. Exclusivamente de los señores. Los cogotudos, como les decimos aquí. Y dónde y a qué hora podían reunirse con el gran mundo. Preferían salir al atardecer, al caer el sol. Recorrimos el Jirón de la Unión. Siempre con grandes sombreros recargados y guantes en todo momento. Tenían mucha gracia al caminar, casi parecían limeñas.
Al pasar por la redacción de Variedades, don Manuel, el dueño de la fotografía Moral, conocido tenorio siempre a la puerta de su negocio, se sacó el sombrero y canturreó:
Tus ojitos que contemplo con delirio
yo los quiero y los adoro con empeño,
tienen la palidez de mi martirio
y la dulce mirada del ensueño. [5]
Luego entramos en la casa Welsh y los dedos de la Bella Otero tamborilearon sobre las vitrinas exquisitas. Avanzamos al Palais Concert, el reciente orgullo de la ciudad. Las damas vienesas tocaban a Strauss, mientras nos dispusimos a tomar chocolate del Cusco. La conversación me abría los ojos a otros mundos.
– ¿Sabes por qué me llamo así? Ignacio de la Torre y Mier era el esposito de la hija de don Porfirio Díaz, presidente de México ya derrocado por la revolución. ‘La bola’ como le dicen. Pues el yerno fue encontrado en una bacanal de maricones, chulos y coquetones, y todos con vestidos, plumas y frac dieron a dar a chirona. 42 palomitos. Perdón 41. Nachito se salvó por ser quien era. ¿Y como sé todo este intríngulis? Pues me lo contó un diplomático mexicano que conocí en Buenos Aires y a quien desplumé como a un pollo… dijo la señorita Ignacia mientras probaba un guargüero.
– Que nunca falte un gil, che papusa…exclamó la Otero.
– Y a usted la llaman la Bella Otero…he escuchado ese nombre antes…
“He estado en París, donde bailé en los cafés-conciertos, dándole mucha envidia a otra mujer que usa mi mismo nombre para hacerse pasar por mí” [6]
– Me puse la Princesa de Borbón en honor a la Infanta que visitó la República Argentina cuando celebramos el centenario de la Revolución de Mayo. Pero al lado de esa mujer que parece haberse morfado [7] media vaca con papa frita, yo soy la maja de Goya…
– Yo quisiera verme un día como ustedes.
– Criatura celestial, ganarás más así con ese traje hermoso que te hemos prestado y sin cargar la canasta aquella, por favor …
– En Río de Janeiro serías un menino bonito en la Plaza de Tiradentes, donde hierven de deseo los caballeros pederastas. Los gouveias. Te pagarían buenos reales ahí al pie de la estatua del emperador Pedro I. Ahora si tenés picardía y audacia para yirar, hacelo. Y no digas que vas de mi parte porque los sherlock cariocas me a-do-ran. Carcajeó. [8]
– Larga cháchara y buena mesa. Que Perú eh, como se goza aquí. Demos un paseo más, exclamó la Bella.
Salieron de la afrancesada confitería. Las dos damas y su joven cicerone avanzaron hacia la plazuela Zela.
– Me gusta esta Lima. Creíamos que no recuperaría sus grandes días después de la guerra. Aunque la reina ahora es mi Buenos Aires…
Canastón miraba con orgullito el recién terminado Teatro Colón, pequeño y lindo con su cúpula como una bombonera. El edificio del señor Giacoletti, con su anuncio enorme de Cinzano encima. Tan bello que ni el fuego podría con él. Ahí compraron frutas de California y confites.
Durante varios días me encargué de los mandados, pequeñas compras y recados e invitaciones a tomar el té para la señorita Ignacia.
Supe que hubo un agasajo en los salones del hotel Maury donde la princesa conoció a tout Lima. Al día siguiente una fiesta en la Quinta Heeren a la que acudieron varios ministros de Estado. Al parecer el ministro señor M se encantó de la aristócrata mexicana víctima de Pancho Villa y los calzonudos, y, faltaba más, se encontraron en el soberbio banco del Perú y Londres en la calle Melchormalo, para socorrer a la distinguida extranjera quien a su vez, con voz suave, prometía un rendez-vous más íntimo.
Nuestra última salida fue la más atrevida. Para ello me convencieron de hacer la metamorfosis. Me desnudaron completamente y una a una me fueron colocando prendas de damisela.
– Casi no necesitas corset, chiquilla.
– Y mira qué lindas piernas.
Las manos hábiles de la señorita Ignacia exploraron cada rincón de mi cuerpo… cuando me colocaron los afeites, la bonita peluca y una sarita [9] con velo color rosa me gusté. Una auténtica muñequita de biscuit.
Abordamos un coche de plaza y llegamos a la estación del tranvía en la Exposición. Partimos al Barranco. El calor de diciembre anunciaba el verano. Nadie notaba el engaño. Luego de un vistazo a los palacetes del balneario y un recorrido por el malecón, bajamos a la playa en el funicular. Mis nuevas amigas parecían incansables. Frescas y en salud como las lechugas.
– Ustedes son un portento de salud.
– Salud con esto…
La Bella Otero extrajo de su bolso una pequeña botella y me invitó a beber su contenido en la tapa. Vin tonique Mariani a la Coca du Perou. [10]
– Bebe despacio, nena, que pronto será prohibida esta delicia que reparaba hasta a la divina Sara Bernhardt.
Llenas de vida, calor y cocaína, recorrimos la playa con nuestras sombrillas abiertas por la brisa. Algunos pescadores sonreían a nuestro paso y levantaban unos vasos. Brindaron con chicha de jora a la Bella Otero, quien no dudó en acercarse a los hombres.
Para corresponder el brindis con esa extraño fermento para ella, improvisó una varieté…
…Arza y toma!
Yo tengo un minino
De cola muy larga
De pelo muy fino
Si le paso la mano al indino
Se estira y se encoge de gusto el…minino… [11]
Los pescadores nos rodearon al concluir el cuplé y me invadió un estremecimiento. Yo ya había dado cuenta de una paliza que me propinaron unos gandallas en el parque Matamula y de un gendarme que al verme pasar gritó: Tonsura. El viejo castigo a putas y mariquitas: raparnos la cabeza a cero. Cuando los hombres de mar empezaron a aplaudir y a carcajear con venias y besos volados no quedó espacio para resquemores. Ignacia volvió a ser la Princesa de Borbón, reina de las noche del puerto de los Buenos Aires, con una canción de allá. Tango le llaman. Lo he escuchado en un disco en el burdel de la Mercedes Medrano. Música de lupanar en efecto. Me gusta.
Soy la morocha argentina
la que no siente pesares
y alegre pasa la vida
con sus cantares
soy la gentil compañera
del noble gaucho porteño
la que conserva el cariño
para su dueño… [12]
Cuando llegó mi turno, como nacional y para no quedar mal ante mis paisanos, recordé rápidamente a Montes y a Manrique, han sido un furor desde que regresaron de la Nueva York, como aquella noche en el Olimpo cuando hicieron llorar hasta al mismísimo presidente Leguía cantando Arica. Yo fui uno de los que los alzaron en hombros para salir del teatro. Preciso, el más guapo pescador pidió: ¡el agüilla!
Somos los niños más engreídos
en esta noble y bella ciudad
Toditos somos muy conocidos
Por nuestra pura vivacidad…
Pásame la agüilla, la agüilla,
la agüilla
Yo no te la paso cholito, ni de raspadilla… [13]
En ese momento los hombres del mar empezaron a bailar con las féminas, alguien trajo una guitarra y un par de viandas de escabeche de bonito como por arte de magia. Corrió la chicha. Achispada me mandé con una canción que aprendí en una fonda de Abajo el puente.
Soy peruana, soy limeña
Caramba, soy la flor de la canela… [14]
Antes de caer el sol por completo y después de la orgía volvimos saciadas por la playa para retomar el funicular. La Bella Otero revisaba un aro de plata, recuerdo involuntario de su galán de media hora… La princesa sonrió y recordando su lengua gallega exclamó:
– “Aínda que me botes os cans ó rabo, léveme o demo se deixo o nabo”. [15]
Para cuando estalló el escándalo de los ladrones travestis en la revista Variedades ya mis amigas habían huido del país una tras otra. Fue uno de los últimos escándalos del gobierno de don Guillermo Billinghurst. Ese diciembre de 1913. Para febrero de 1914 ya no había Presidente. El Congreso había ganado la pelea. Me caía bien Pan Grande [16]. Aunque cuando fue alcalde de Lima derrumbó mi querido Callejón de Otaiza, donde nos divertimos tanto con los chinos macacos coolies tan sabidos, oye. Creo que soy billinghurista o fue la influencia del señor Abraham Valdelomar Pinto.
Tengo la costumbre de ir hasta el Correo Central entre compras y mandados, a jugar metiendo la mano en la boca del león de bronce de la fachada. Me causa gracia. Así me trata mi ciudad, puede que me devore o no. Jugando no me percaté que don Abraham estaba de pie, a mi costado, con un sobre esperando para depositarlo. Me sonrió y me llamó “efebo palomilla”. Yo no sabía qué significaba aún.
A los días me lo volví a encontrar en el patio de la casa del doctor José en la calle de Lártiga, donde siempre hacía alguna compra por encargo de la cocinera. Don Josesito, nadie podría llamar así a uno de los hombres más ricos de la ciudad a pesar de su juventud y de su título de doctor, pero por mis gracias (y por saber todos sus gustos de glotoncillo y traérselos desde donde fuere necesario) me gané su aprecio. Don Abraham se había vuelto muy conocido. Apreciaba su desparpajo afeminado. Por él aprendí a arreglarme las uñas a la polissoire. También a escuchar discretamente y aprender en las tertulias donde yo fungía de valet. En las casas elegantes donde se realizaban, me tocaba atender los requerimientos de empanadas de picadillo y café de Huánuco de la dulcería Rossi o debía correr hasta Broggi a encargar un ambigú o un lunch para quienes discutían los destinos del Perú… o repasaban las honras de las grandes familias. No puedo comprender todo, pero estoy de acuerdo con la defensa de la clase obrera y el abaratamiento de las subsistencias, si señor y lo sé yo que recorro los mercados de la Concepción, del Baratillo, de la Aurora y hasta el de la Recoleta. Todo sube de precio y arriba ni se enteran.
Ay, Lima, puedo escuchar cosas fabulosas, del aristócrata y del artesano, y conozco todos tus recovecos y pecados, sucia. Te puedo decir hasta lo que come y bebe el nuevo Ppresidente, el generalote usurpador, café a todas horas, ah, y su esposa es guapísima.
Una noche en casa del señor Fernandini, que brilla de recién estrenada, todo un palacio y con una máquina que te lleva al piso superior, escuché mientras atendía el comedor:
– Dicen que cuando los serranos buenos mueren vienen a Lima.
– ¿Y si son malos?
– Se quedan en la Sierra, por supuesto
– ¿Creí que el único Wilde mestizo era yo? Apuntó el señor Abraham y las carcajadas se multiplicaron.
Otra vez en una tertulia, en tanto yo servía café y cognac, los señoritos rojos de la risa, escuchaban una obra de teatro secreta del señor Leónidas Yerovi leída por él mismo, era un Don Juan Tenorio picaresco que me hacía disimular la carcajada de tanta “pinga, puñeta y maricones”. Me hicieron leer la parte de Doña Inés para aumentar su goce risueño.
“Daría mi salvación/ si ya no lo he comprendido/ ¡Ay, Don Juan, te han convertido/ de repente en maricón!/ Tal es el poder del nabo:/ con sus férvidos placeres/ nos subyuga a las mujeres/ y hace del hombre un esclavo/ Y sola aquí ¿yo qué haré?”.
Esas palabrotas jamás las oiría del doctor José, quien últimamente me observa con ojos húmedos. No es mal parecido, pero jamás se atreverá a pedirme un beso. El señor Abraham es más abierto a cariños y roces en privado. En público es una divetti. Ambos están ya en las Europas, viajaron juntos. El señor Abraham se sorprendió la madrugada cuando lo encontré en la casita de Grimanesa Montero, pero no había ido a buscar amor de tarifa, si no a encerrarse entre paredes empapeladas y muebles color rojo a fumar el opio. El mismo opio que este humilde fámulo provee a pedido en su canasto. Los alcahuetes y los mataperros no son buenos para estos encargos de los clientes, se burlan de los orientales, les tiran de las coletas y les llaman “chino maricón”, en cambio yo tengo las puertas abiertas en garitos, lupanares, y yinkens [17]. En tambos, chinganas y chicheríos. Mi juventud y mi trato suave no me hacen pasar por un veinticuatrino [18] tal por cual. Los faites [19] me conocen. Alguno me pretende. Otro me cobra el doble. Yo saco partido y obtengo el “vicio amarillo”. En Lima compiten la neblina de sus mañanas con la nube de opio de sus noches.
Y en algunas de sus noches, las madamas me emperifollan y me perfuman para atender las mesas. Hay clientes que desean mi compañía, entonces, con discreción les acompaño con una copa. Piden Oporto para ambos, pero a mí me traen agua con chancaca y canela. Por una modesta comisión les hago ordenar y beber hasta que cuando el bostezo me gana, me retiro o dejo que me acaricien las piernas debajo de la mesa.
– ¡La Canastón de chuchumeca! [20], bramó una vez una nena a la que apodaban la Aguantarifles. Gajes del oficio.
– Únicamente a ti, Rosa Elvira Moreyra y Paz Soldán de Lavalle, se te ocurre traerme por el parque de los garifos.
– Cuando me dices Rosa Elvira suenas como la Madre Marie del colegio.
Enriqueta Sánchez-Concha y Osma de Valera disimuló con una risita sus resquemores aquella mañana de julio de 1914 al pasear por el Parque Neptuno o Parque Colón, bueno en Lima todo tiene más de un nombre, la prensa llama garifos a los holgazanes y mataperros que pululan por el lugar al atardecer.
– Queta, ¿te acuerdas qué triste era este jardín cuando éramos niñas?
– Tristísimo Viruca, después de la guerra, según me cuenta mi mamama Antuca, los chilenos se llevaron todo lo que pudieron, incluido el Neptuno de la fuente, y mira tú, recién hace poco la Municipalidad volvió a colocar una copia de la estatua.
– El mismísimo Ricardo Palma que en paz descanse, le contó a mi suegro que sobre el arco romano de la entrada estaba una República, divina, divina, y también terminó en Santiago, comentó Queta.
– La de nunca acabar, querida, aunque a decir verdad los limeños nos bastamos solos para destruir nuestra hermosa ciudad. Fíjate ahí, sola y triste la silla presidencial sin la estatua del presidente Candamo volada de un dinamitazo por uno de esos anarquistas absurdos…
– Como este parque es de acceso libre, la plebe lo toma como su club…
– Bueno, todos tenemos derecho a la belleza ¿no crees? ¿Qué opinas tú, Canastón?
Canastón, que acompañaba a las damas en su recorrido cargando algunas compras hechas por ella en su consabida canasta, sonrió y les contestó:
– Yo creo, con su venia, damas patricias, que un pueblo feliz hace un país feliz…
Queta y Viruca sonrieron satisfechas por el piquito de oro de su joven paje de compañía y recados.
– Un pueblo que lee, aprende modales y se civiliza tiene nobles sentimientos. Observen ustedes esa pequeña construcción, es la biblioteca obrera Ricardo Palma, ahí se cultiva el jardín del espíritu del artesano y el obrero…
Las señoras ya no le escuchaban preocupadas en no ensuciar la perfección de su trajes a la última de Paul Poiret, ya que la única revolución que les importaba en ese momento era la eliminación del corset y lo que llamaban “sacudirse la crinolina”. [21]
(Si estas encopetadas supieran que el que voló la estatua fue un marido mío y que en la dichosa Biblioteca se complota para lograr la jornada de las ocho horas de trabajo, se caen de culo. Pensó Canastón).
(Acabáramos con el mariquita), reflexionó Viruca, ajustándose los guantes de Preville, recordando su existencia. Estos siempre dan que hablar:
“A título de que no parece hombre, lo aceptan en sus reuniones, cosen al lado suyo, le encomiendan sus compras, se hacen llevar por él el libro o la alfombrita de misa, y tienen unas confianzas que a veces hacen decir a las viejas marrulleras: Niña, no te juegues tanto con Clavelito. Este maricn siempre tiene nombres de flores: Diamelita, Clavelito, Jazmín”. [22]
O Canastón.
– Queta, mira ahí con disimulo.
– ¿Dónde?
– Cerca al Instituto de Higiene.
– Ah, claro, la alemana esa extravagante que apoya a los indígenas…
– Dora Mayer, dijo Canastón.
– Sí.
– La señorita que la acompaña se llama Miguelina Acosta, ha estudiado en Europa y es hija de un cauchero adinerado, siguió informando el paje.
– Sí, sí, se le ve algo de chuncha…Europa mmmmm.
– Viruca, por Dios, templanza en el decir, eso aprendimos en el Belén.
– No me vas a decir que esa señorita va a aparecer a nuestro lado en el Libro de Oro de Welsh. Las veo muy animadas. Juntitas. Quizás algo sáficas.
Queta carraspeó acercando a su nariz un pañuelo empapado en la Cologne Imperial de Guerlain.
– Defender indígenas. Meterse a conversar con panaderos y artesanos. Ir a votar en este país donde basta darle pisco y butifarras a los hombres para elegir presidentes. Mi lugar es mi hogar.
– Perdóname, pero yo aprecio que las mujeres vayamos a estudiar a San Marcos y participemos de la vida nacional. Apoyo a las sufragette de London. Deeds not words. [23]
– Veo que están dando frutos tus visitas a Entre nous [24]…Creí que solo ibas a enterarte de las vidas de las peruanas en Madrid o París. Sabías que la hija del general Cáceres…
– ¿Zoila Rosa?
– Sí, y dime si no hay un nombre más bobalicón, bueno, te cuento que mucho París, pero se casó con un poeta de esos que beben ajenjo con jovencitos como Canastón…
– Ay, pobre. Bueno, tú también has ido a Entre nous…
– Me quita un poco el esplín, hija, además que coincidencia, lo fundó la Benavides y ¡casada con el primo! Es ahora esposa de un Presidente.
– Basta ya, estoy exhausta. Canastón, lleva todo a casa y si ves una frutera por el Jirón de la Unión llévame chirimoyas, ordenó Queta.
– Crucemos al Restaurante del Zoológico, ahí nos espera Elías, hoy ha conducido el Ford, anda preocupado por esa guerrita en Europa, ¡ay, los esposos!, son como las perlas, tienes que usarlas así no te gusten para ser una mujer respetable en Lima.
– ¿Te gusta los cocktail de fresas del Restaurante del Zoológico, mi amada inmortal…?
– Baja la voz.
El día que me decida a contar todo lo que veo, oigo y callo de la Ciudad de los Reyes, ni en cien años me creerían.
Diablo calato apareció de pronto con sus ojos amarillos y su insolencia de sacalagua [25]. La Alameda del gas ya estaba desierta. Canastón le puso en la boca un pedazo del chocolate que le había comprado, pero fingiendo enojo.
– Goyito, estás hecho un panadero con ese polvo en la cara.
– Detesto que me digas así…
– Perdone, vuecencia, señorito Gregorio.
– Me haces esperar horrores de tiempo.
– Entiende, canastita de mi alma, hay que procurarse la vida.
- Tómame…
– ¿Otra vez aquí?
Quiso el hado que un comisario con un par de soplones del Gobierno estuvieran a la caza de conspiradores en los alrededores. El bandolero era un perfecto trofeo. Al afeminado podrían dejarlo colgado de un árbol, que nadie lloraría por él.
La Princesa de Borbón siguió su vida trashumante en las grandes capitales de América del Sur. Luego apareció alguien cantando:
Mataron al maricón
Allá en Chile tras los Andes;
el famoso Luis Fernández
¡mi vida!
“La princesita ‘e Borbón…” [26]
Pero fiel a sí misma, resucitó ella o su nombre años después en un diario de Montevideo. La verdad es siempre un albur.
La Bella Otero se diluyó en las calles de Buenos Aires, pero dejó en un trabajo médico testimonio extenso de su vida y unos versos para deleite del futuro:
“Muchachos míos téngalo tieso/ que con la mano gusto os daré. / Con paragüitas y cascabeles/ y hasta con guantes yo os las haré, / y si tu quieres, chinito mío,/ por darte gusto la embocaré./ Si con la boca yo te incomodo/ y por la espalda me quieres dar,/ no tengas miedo, chinito mío,/ no tengo pliegues ya por detrás. / Si con la boca yo te incomodo/ y por atrás me quieres amar,/ no tengas miedo, chinito mío,/ que pronto mucho vas a gozar’”. [27]
Abraham terminó en los billetes de su país y leído en todas las escuelas. Encontró a un hombre llamado Artemio Pacheco, quien le acompañó hasta su temprano final. Se callaron sus pasiones y se inventaron muertes grotescas para él.
“Yo no soy un escritor. Un escritor es un espíritu para cual la Naturaleza es bella a través del lenguaje. Yo soy un artista, es decir, un hombre para el cual la Naturaleza es bella en su aspecto y en su sustancia, en su unidad… El escritor copia un aspecto de la Naturaleza; el artista es un pedazo de la Naturaleza”. [28]
El doctor José se fue a Europa cuando Leguía volvió al poder. A la vuelta le escoltaba a todas hora un hermoso suizo: Everardo. Era ahora marqués y mucho más rico, pero el precio de la pasión lo pagó volviéndose un muro colosal de conservadurismo y rezos hasta su repentina muerte. Dejó su fortuna a una universidad que le perpetuara y aún así no desamparó a su hombre en el testamento. Everardo le amortajó y le colocó sus preciadas medallas en el pecho como último acto de amor. O de gratitud.
Viruca vivió lo suficiente para ver a las mujeres votar en 1956 e incluso para que alguno de sus nietos le comente que Anita Fernandini había sido designada alcaldesa de Lima en 1962: “esa beata del carajo”, dijo. Pero el Alzheimer no le alcanzaba para recordar a Queta.
Queta se divorció en medio de un escándalo en su círculo social y dejó Lima para siempre. Se instaló en la costa del norte a ver todas las tardes los trenes cargados de caña de azúcar y los crepúsculos de Pimentel. Murió frente al mar tomada de la mano de Toya, su chiclayanita.
La Canastón encontró, muchísimos años después, su historia reducida a anécdota ramplona en un libro sobre la ciudad. Nadie supo que aquel anochecer en la Alameda del gas, pagó con oro su libertad. Monedas de oro en manos de aquel comisario que terminaría narrando un mal chiste de lo sucedido. Su Diablo calato murió en un duelo con otro guapo poco después. Canastón siguió su vida con muchos amores y criando una pequeña niña, quien a su vez le cerró los ojos una mañana de julio de 1980. Y fue ella quien encontró en un arcón lleno de polillas la vieja canasta con unos pañuelitos resecos con rastros de perfume. Dio a dar al ropavejero semejante cachivache.
La avenida Alfonso Ugarte se volvió un elegante bulevar y luego en el fiel reflejo de los dramáticos cambios urbanos de la capital del Perú. Y siempre de sus pecados.
“Para vivir en el futuro basta que un alma nos comprenda”. [29]
Bibliografía
Ascher, E. (1974). Un Mariquita… Pegado a la ley. En: Curiosidades Limeñas, (pp. 64-65). Lima: Servicios de Artes Gráficas.
[1] El personaje se inspira en la historia “Un mariquita… pegado a la ley”, que narra Ernesto Ascher en su libro Curiosidades Limeñas (1974).
[2] “Adiós a Lima”, poema de Gabriel Olaya Zanabria con respuesta del poeta José Santos Chocano, fechados en 1908.
[3] Actriz danesa. Una de las primeras estrellas internacionales de la cinematografía.
[4] Camuñe: muñeca en lunfardo. Canejo: interjección equivalente a carajo. También en lunfardo.
[5] “Tus ojos”, vals peruano D.R. grabado en 1911 por Montes y Manrique.
[6] Testimonio de Culpiano Álvarez “La Bella Otero”. Ver: https://bit.ly/38WenRh
[7] Morfar significa comer en lunfardo.
[8] Ver: https://bit.ly/38WenRh
[9] Limeñismo por sombrero ‘canotier’.
[10] Ver: https://bit.ly/35wuKlp
[11] Fragmento del “Tango del morrongo”, https://bit.ly/2UsQU1s
[12] Fragmento del tango argentino La morocha (1905), https://bit.ly/38KyDVx
[13] Vals peruano de la “Guardia vieja”, https://bit.ly/3pq8LEF
[14] Antigua marinera recopilada por Rosa Mercedes Ayarza, https://bit.ly/36AJ0J4
[15] Refrán en lengua gallega. «Aunque me eches los perros al rabo, me lleve el demonio si dejo el nabo».
[16] Apodo dado al Presidente Guillermo Billinghurst. Ver: https://bit.ly/2K5MKKV
[17] Establecimiento para fumar opio en la Lima de principios del siglo XX. Ver: https://bit.ly/38KTo3I
[18] Holgazán.
[19] Tipo duro.
[20] Peruanismo para prostituta.
[21] Americanismo para “ponerse a la moda”.
[22] Descripción hecha en Lima, Unos Cuantos Barrios Y Unos Cuantos Tipos: Al Comenzar El Siglo XX (1907) de Abelardo Gamarra.
[23] Hechos no palabras. Lema de las sufragistas inglesas.
[24] Sociedad artística intelectual femenina fundada en Lima a principios del siglo XX.
[25] Estereotipo racial afroperuano.
[26] Copla recopilada por Nicomedes Santa Cruz. Ver: https://bit.ly/38FurXj
[27] Ibid.
[28] Extracto de entrevista a Abraham Valdelomar en el diario El Tiempo de Chiclayo (publicada el 28 de julio de 1918). Ver: https://bit.ly/2JYXYAP
[29] Abraham Valdelomar. Del libro “Holocaustos”. Referencia: https://bit.ly/2Uvamux
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Extracto de la estampa “Los mariquitas de la avenida Alfonso Ugarte”, y parte del proyecto Estampas Limeñas de Álvarez, Ferrari y Jaramillo.