Ayer me sucedió algo inquietante. Como cada semana salí a hacer las compras ya que en casa somos cinco seres humanos, una perra y nueve caracoles; debo hacer mínimo tres viajes de ida y vuelta al mercado, al supermercado, a la feria de barrio y al menos cuatro farmacias, para abastecernos de lo necesario para una semana.

Había pasado más de cuatro horas de ir y venir, la panadería era mi última parada, hice cola unos diez minutos y el muchacho que estaba delante de mí me dijo: se acabó el pan. Le agradecí con desilusión. Me detuve al pie de la vereda unos segundos para pensar en dónde podría encontrar pan, estaba tentada a caminar en dirección al parque municipal solo para volver a respirar brisa marina, pero una voz amigable me interrumpió el pensamiento: hay otra panadería hacia allá (señalando el camino por el que yo quería ir), si quieres te llevo, me dijo, al mismo tiempo que iba subiendo a su moto.

Le miré el tapaboca unos segundos y le dije: “Te agradezco, pero no”. Me fui lentamente en sentido contrario.

¿Así se gilea en cuarentena?, ¿cómo se atreve a invitar a una extraña a subir a su moto?, ¿le habrá ligado en alguna ocasión esa estrategia?, si no hubiera pandemia, ¿me hubiera subido?

Como sea, estimados, estimadas y estimades, el mundo que dejamos atrás jamás será el mismo, ruego a los apus que así sea. Porque, realmente, los actos de muchos seres humanos ya dan asco y vergüenza. Somos una minucia en el mundo, solo somos el 0.01 % de vida en el planeta; sin embargo, nuestra arrogancia es colosal.

¿Recuerdan cuándo fue la última vez que abrazaron y besaron?

El virus ha colonizado nuestros cuerpos, ha limitado nuestro contacto físico y ha instaurado un protocolo minucioso de desplazamiento.

La pandemia nos ha venido a enseñar a la mala, lo importante que es el fundirnos en un abrazo inmenso con los seres queridos, amados y deseados. La piel del lenguaje está fracturada; tiene enormes grietas de distancia, de nostalgia por el otro, tiene la necesidad de construir nuevos relatos afectivos.

El discurso de poder nos obliga a pensar que avanzar como humanidad significa tener que someter al cuerpo a que aprenda que todo tipo de relaciones deben ser de manera espacial, desterrando las experiencias físicas sensitivas. El tapabocas es todo un tema, he visto a mucha gente que no los resiste y se los pone de vincha. Y claro, el tenerlo puesto tiene un valor simbólico: es la castración de la palabra, del pensamiento y de la opinión.

Cuando se levante la cuarentena ya nada será lo mismo. Tendremos que reinventar la manera de caminar, de esperar, de estar en compañía, de bailar, de flirtear y cortejarnos.

¿Qué pasará con los amores de una noche? ¿Qué pasará con aquellos que ni siquiera usaban preservativo para el sexo casual?

Será que, como requisito obligatorio, ¿tendremos bajo el brazo nuestros resultados negativos de la covid-19 antes de dar el primer acercamiento? ¿O es que es preferible volver a nuestro antiguo amor? ¿Más vale virus conocido que virus por conocer?

¡No! Amigues, no.

El encierro se ha convertido, en muchos casos, en una forma nueva de autoconocimiento y exploración de sensaciones físicas. Las circunstancias adversas nos han permitido entender las distintas formas de enfrentar este distanciamiento físico obligatorio.

Afortunados quienes pudieron tener sexo el 2020, antes de la cuarentena, también aquellos que sobre llevan el confinamiento en pareja. Ya que a algunos solo nos acompaña la masturbación y el sexting.

¿Cómo serán las nuevas relaciones entre los sexos?, ¿habrá que romper viejos hábitos?, ¿será mejor, por precaución, mantener un aislamiento espiritual?, será que, ¿encontraremos nuestra alma gemela en Facebook parejas o en Tinder?, ¿abundará la infidelidad moral-virtual, pero la física se preservará?

Habrá que inventar un nuevo ritual.