Nos bombardean. Cada día, a toda hora, minuto a minuto. Imágenes de mujeres jóvenes, delgadas, de piel tersa y clara, cabello brillante, ropa escasa. Ágiles, atrevidas, coquetas. Los medios –la televisión, el cine, las revistas femeninas y de las otras, la publicidad– son los encargados principales de difundir los mitos que hoy encarcelan a las mujeres, como también lo hacen la escuela y los maestros, las iglesias y sus pastores. No es uno, son muchos: mitos que se entrelazan configurando mallas invisibles, se encarnan en nuestros cuerpos, capturan nuestros cerebros y corazones. Nos impiden pensar. Manipulan nuestras emociones. Nos compelen a actuar de determinadas maneras, a cumplir con los mandatos culturales que establecen como “debe ser” una mujer, como debe comportarse para “ser feliz”.
Está el mito del amor romántico y la “media naranja”, que nos hace creer que somos personas incompletas y, por tanto, no podremos ser realmente felices, si no encontramos una pareja que nos complemente. Además, sanciona y legitima la heteronormatividad: la pareja, para cumplir su cometido, tiene que ser del “sexo opuesto”.
Está el mito de la “belleza”, que sostiene que las mujeres nacimos para ser bellas y delicadas, así como los hombres, nuestros opuestos, fuertes y toscos. Y aquellas que no lo son: las viejas, las feas, las gordas, las de piel oscura y ojos pequeños, no podrán conseguir la anhelada pareja. Así, se nos impone desde temprano en la vida y de manera perentoria, cultivar nuestra belleza, pues esta nunca será suficiente para alcanzar los ideales que difunden los medios. No es casual, como señala Naomi Wolf, que entre los sectores económicos de mayor crecimiento en décadas recientes estén la industria cosmética, la cirugía plástica, las dietas de adelgazamiento, y toda suerte de gimnasias orientadas a modelar nuestros cuerpos que se legitiman bajo el discurso de la responsabilidad por nuestra salud. Este mito suscribe también, de manera sutil, pero contundente, el racismo: los patrones de belleza que se difunden reproducen los rasgos de mujeres blancas o de origen europeo.
Y más antiguo y arraigado aún, el mito de la maternidad. La maternidad como medio de realización personal y garantía de una vida feliz. Supuestamente, además de pareja masculina, las mujeres necesitaríamos tener hijos para realizar nuestra feminidad, para estar realmente completas. Este mito favorece, adicionalmente, la disposición de las mujeres a la entrega y el cuidado de otros antes que el propio, a asumir de buena gana y sin cuestionar el trabajo doméstico, invisible y no remunerado, que garantiza la reproducción cotidiana de la familia (a la par que incrementa la plusvalía que se lleva el capital y ahorrarle gastos considerables a los Estados).
Y encima, ¡el mito de la supermujer! ¿Reclamábamos estudios, empleo, participación en la vida pública, en el campo de la política? Pues bien, ya lo tienen, nos dice este mito. Solo que ahora, además de esposas complacientes, dedicadas amas de casa y madres abnegadas, debemos ser emprendedoras exitosas, profesionales competentes, proveedoras económicas -aunque eso sí, nunca ganando por encima o igual que los varones-, siempre sonrientes, lozanas y bien vestidas, pese a cumplir jornadas que suman 18 a 20 horas y tener que soportar acoso sexual y hostigamientos de todo tipo en nuestros centros de trabajo. Pero no estamos solas: una batería de “expertos” y productos se encarga de guiarnos y apoyarnos para que logremos satisfacer todos esos mandatos. Médicos y pediatras que nos dicen cómo debemos criar a nuestros hijos, psiquiatras que nos aconsejan cómo resistir la frustración, guías de superación personal…
El quinto gran mito de nuestra tardía, agonizante, modernidad capitalista: el mito de la felicidad. Este mito, el favorito de Facebook y las redes (des)informáticas, dice que hoy en día, dado que vivimos en la era de la abundancia y de las oportunidades infinitas, los seres humanos tenemos la obligación, el mandato, de ser felices. Y si alguna persona no lo es, seguro que está fallada, debe tener un gen defectuoso o un trauma de infancia. Pero no cabe preocuparnos: para eso están los psicólogos y los guías espirituales, las pastillitas y las hierbas, los libros de autoayuda, los paquetes turísticos, los cruceros por el Caribe, las “apps”, el Instragram. Pues si no eres feliz, nada te impide aparentarlo. Y de tanto poner tus fotos, rodeada de gente sonriente y glamorosa, montada en un camello, en una lancha a motor o en un bar tropical, es muy probable que acabes por creer que sí eres feliz, que en eso consiste la felicidad.
Estos cinco grandes mitos de la modernidad, todos encarnados en nuestros cuerpos de mujeres, se superponen a los muchos otros que venían de atrás, de la Edad Media, el Renacimiento y la Ilustración, la era de las revoluciones burguesas y socialistas. Y se entrelazan y despliegan para dar nuevo sustento y revitalizar al gran mito de origen del patriarcado: el que sostiene que la especie humana está dividida en dos subespecies, opuestas y complementarias, una de las cuales –la integrada por los hombres– es superior a la otra.
El patriarcado es un sistema de dominación de larga data. El despliegue de la violencia, en todas sus formas, es una de sus herramientas favoritas. Pero no basta. Requiere además convencer, tanto a los que ejercen la dominación como a las que la sufren, que el orden jerárquico e injusto que ha impuesto es el orden “natural” de la vida o que así fue dispuesto por algún ser superior y, por tanto, que es correcto e inmutable. Ese es el consenso indispensable que los mitos patriarcales contribuyen a establecer. Son mitos: narraciones fabulosas producidas por la imaginación humana. No tienen sustento real. Sin embargo, muchas mujeres del mundo –y muchos más hombres aún, sobre todo los que ejercen cargos de autoridad– todavía creen en ellos y los suscriben. Son las trampas que nos tiende la dominación.