Personalmente me dolió mucho el asesinato de Yamile Aroquipa Hancco (17), la joven integrante del grupo animalista Entre Patas Juliaca. Ella fue alcanzada por una bala disparada por un integrante de las fuerzas del Estado, armado para proteger a las personas, no para disparar contra ellas. Esa sola muerte, o la del interno de Medicina que daba primeros auxilios Marco Antonio Samillán Sanga (30), echan por tierra la versión de Dina Boluarte, Alberto Otárola y sus blindadores de que las fuerzas de la represión actuaron contra terroristas o para defender el aeropuerto, o en legítima defensa.
Ese 9 de enero, “la policía empezó a disparar bombas lacrimógenas, perdigones y balas de fuego”, como lo indicaron personas que dieron testimonios a los investigadores de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Ellas también contaron que “se dio una balacera contra las personas, los disparos eran al cuerpo y a quemarropa”. En general, en Apurímac, Cusco, Puno y Junín (Pichanaki) se ha reportado “un alto número de personas fallecidas y heridas con lesiones en la parte superior del cuerpo por impactos de armas de fuego, incluyendo perdigones; así como … de un número importante de víctimas que ni siquiera estaban participando de la protesta…”.
Por ello, el informe de dicho organismo internacional concluye que “la respuesta del Estado estuvo caracterizada por el uso desproporcionado, indiscriminado y letal de la fuerza”. Peor aún, fija que el 15 de diciembre en “Ayacucho, se registraron graves violaciones de derechos humanos que deben ser investigadas con debida diligencia y con un enfoque étnico-racial. Al ser perpetradas por agentes del Estado, la Comisión concluye en su informe que las muertes ocurridas podrían constituir ejecuciones extrajudiciales. Además, al tratarse de múltiples privaciones del derecho a la vida, dadas las circunstancias de modo, tiempo y lugar, podrían calificarse como una masacre.”
Cabe indicar que no llegó a registrar la muerte a fines de marzo de Rosalino Florez Valverde (22), a quien un policía le disparó 36 perdigones al cuerpo en Cusco el 11 de enero, lo que quedó registrado con nitidez por una cámara de seguridad, pues la CIDH solo informó lo que recogió hasta el 23 de enero.
Pero este informe no solo ayudará a que la justicia penal sancione a los autores directos, a los mediatos que dan órdenes o consienten los disparos o a los encubridores políticos que omiten sus funciones de disponer investigaciones, también ayudará a la justicia social, pues da cuenta del trato discriminatorio hacia nuestros hermanos quechuas y aymaras, producto de “una fuerte estigmatización por factores étnicos-raciales y regionales”. Incluso, entiende que parte de las brechas de desarrollo que se aprecian en nuestro país tienen que ver con el modelo económico extractivista que predomina.
Por todo ello, resulta indignante la manera en que Otárola, Boluarte y sus escuderos congresales han pretendido negar o minimizar las conclusiones sustentadas en evidencia. Lo que nos alerta respecto de su indisposición a implementar las recomendaciones del informe, incluyendo la de una nueva formación de los policías hasta que orienten la fuerza que se les confiere para proteger a las personas y a las comunidades. Por el contrario, algunos voceros gobiernistas han planteado “salirse de la CIDH”. Sin reparar en que eso implicaría salirse de la Organización de Estados Americanos, de la cuál la Comisión es parte, lo cual es inviable. Precisamente, ese tipo de reacciones nos alertan del peligro que supone para todos nosotros que continúen manejando parte importante del poder del Estado. En consecuencia nos corresponde sumar a todo esfuerzo ciudadano dirigido a terminar anticipadamente con este régimen, para volver a iniciar la construcción de una democracia basada en el respeto de la vida, las libertades y la fraternidad ciudadana.