“…mi país es un corazón clavado a martillazos”
Sebastián Salazar Bondy
El siglo pasado, Jorge Basadre escribía que el Perú era problema y posibilidad. Hoy, a la luz de estos tiempos de confinamiento y pandemia, esa afirmación martilla mis ideas. En los medios de comunicación tradicionales y en el vasto universo de las redes sociales, se habla del fracaso del aislamiento social obligatorio y se castiga o repudia a los miles de peruanos que salen de casa sin respetar decreto alguno. Sin embargo, vale la pena preguntarse, antes de seguir levantando juicios (muchas veces cargados de racismo y clasismo ostracista) si es que acaso lo que ocurre no podría ser uno de los síntomas de una enfermedad más grave: una república fundada sin ciudadanos, un Estado fallido, ajeno y lejano.
Un estado fallido, señala Chomsky, es aquel que no tiene entre sus prioridades proteger a sus ciudadanos de la violencia y toma las decisiones otorgando a las inquietudes ciudadanas una prioridad inferior a la del poder y la riqueza favoreciendo los sectores dominantes del Estado.
El Perú independiente nació como República arrastrando todavía la Colonia, el poder de las élites se perpetuó en las Constituciones y sobre las espaldas de las grandes mayorías. Para ser reconocidos como ciudadanos los pobres, indígenas, mujeres y migrantes tuvieron que batallar contra las clases dominantes. El Estado que se erigió, entre el autoritarismo y el olvido, les resultó siempre ajeno.
Millones de ciudadanos que crecieron en este país, internalizaron la filosofía del “sálvese quien pueda”. Algunos dejaron sus casas en el campo para tomar las grandes ciudades. Construyeron sus precarias viviendas en arenales, cerros y terrenos baldíos, ofrecieron su fuerza de trabajo, sin contrato ni protección alguna, sobrevivieron entre políticas, leyes y decretos que nunca llegaron a leer. Hoy vuelven a guarecerse entre las montañas, los bosques y los verdes campos entre nostalgias.
Otros tantos caminan insomnes por las calles de la ciudad, buscando el pan que no pueden ganarse en los talleres donde trabajaban doce horas diarias por menos de una remuneración mínima vital. Hay también los que tuvieron que crear sus propios trabajos, venden de todo, a pie y al menudeo con el sol sobre las sienes.
Todos ellos sobrevivieron al Estado corrupto, secuestrado por las élites económicas y los mercachifles del lobby, no reconocen su autoridad, su existencia les creó pesar, ¿cómo exigirle identificación o conciencia ciudadana a estos peruanos que siempre fueron arrojados a la desprotección material y empujados a vivir por su cuenta?
El gobierno de Vizcarra está tratando los síntomas de un enfermo grave, entrega bonos económicos que llegan a destiempo, pero no impiden que las personas salgan a la calle, convoca científicos sociales para entender lo que ocurre, y a la vez, apura la reactivación económica, diseña protocolos y pone reglas que molestan a las élites acostumbradas a vivir a su libre albedrío sin mecanismos que aseguren el bienestar de sus trabajadores.
En estas circunstancias, que han desnudado todos nuestros males, podríamos quizá empezar la tarea heroica y siempre pospuesta de construir un Estado fuerte que garantice los derechos de sus ciudadanos y que les pertenezca realmente a ellos.