Por Ronny Álvarez
La homofobia es un asunto que me ha tocado a mí y otros colegas enfrentar cada día, y en diversos espacios. Desde el propio núcleo familiar, pasando por el colegio, la universidad y los diferentes puestos de trabajo (unos más encubiertos que otros, y algunos con consecuencias nefastas como el despido) y espacios sociales. Esta relación con la homofobia ha sido una constante en mi biografía, por lo que los mecanismos para enfrentarla han sido muchos y diferentes de acuerdo a los espacios y sus momentos, pero el común denominador fue la resistencia y la visibilidad.
Autodenominarme como “escandalosa” siempre ha sido mi herramienta particular para enfrentar la miradas, los gestos y las palabras de desaprobación, “mostrarme” era para mí una decisión personal y política, no importando a quién tenía enfrente, sobre todo en espacios netamente machistas y homofóbicos como la academia y espacios laborales.
Recuerdo que autodenominarme “puta y escandalosa” perturbaba a mis pulcros colegas de cierta institución internacional, y felizmente no a todos, pero aquellos siempre unos pocos, siempre muy contados. Sin embargo, qué divertido era ver las caras de esas mujeres divorciadas, moralistas, socialmente hipócritas e infelices cuando decía “los hombres casados son los más ricos porque no dan mucho problema”. Era mi forma de contaminar aquellos espacios toxicamente heteronormativo y aséptico, nunca los he soportado y me parecen castrantes.
En relación a esos espacios, hace unos años atrás decidí no frecuentar ni relacionarme con alguna gente, entre ellos excompañeros del colegio. Algunas amigas me insistieron e insisten que el colegio era una amistad para toda la vida… Yo no lo creo y hasta me parece un dogma o principio atroz. A algunas no les hablo por principios y es curioso ahora al pensar que justamente les quité el habla a una homofóbica, a una fanática católica y a una funcionaria de banco que cree que ofertar productos crediticios a personas de sectores B y C o de Mype es inclusión y desarrollo per se.
Incluso estos espacios empezaron a convertirse en lugares de conversación de asuntos de niños, nanas, sus colegios, entre otros, temas netamente ligados a la vida heteronormativa. Igual intentaba contaminarlos, metía harta dinamita marica y rosqueta, pero llegaron a pedirme que debía de controlarme o que tuviera cuidado frente a sus hijos, pues las reuniones ya empezaron a convertirse a espacios para ellos también, a lo que me oponía tajantemente. Incluso ya no era partícipe de algunas reuniones, o en algunas se daba la advertencia que debía de “comportarme”. Obviamente evalúe y corté toda relación con ellos, no tenía el motivo ni la obligación de la autocensura.
Empecé a comprender que dicha situación sería casi una constante en los diferentes espacios heteronormativos, y lo asumí como tal y hasta como una lucha personal; pero, ¿qué ocurría en los espacios entre mis colegas maricas, las locas de siempre y las de vez en cuando?, ¿era diferente o terriblemente lo mismo?
Conocí acerca de la homofobia interiorizada por un artículo publicado en una revista mexicana dirigida a población gay, pero fue la experiencia personal la que me hizo entender acerca de ella. Ello también me llevó a preguntarme acerca de por qué nos odiamos los cabros. La existencia del veneno, y la clásica y casi ‘natural’ tendencia a destruir al otro me hacían pensar en la posibilidad e imposibilidad de relaciones de amistad, solidaridad y comunidad.
Justamente, las amigas que perdí fue, creo, por romper con esa tradición y esa tendencia, esa ancla que me ataba a tener que soportar este veneno, esa homofobia interiorizada.
Me encontraba una noche en una conocida discoteca del Centro de Lima, no estaba solo, sino con un colega, compañero de lucha LTGBI, hermana de años de luchas. Siempre hemos sido –y creo somos hasta ahora- una perras, siempre nos hemos autonombrado como putas, pero las de verdad, no de esas que lo mencionan solo por la tendencia activista, esas de ONG que salen con sus pancartas a decirse que son rucas, pero que de ruca no tienen nada, pues se avergüenzan de agarrar una pinga en el baño de una disco o del bar, o de incluso seducir al pata de la barra, pobres tontas tendry. No, no, nosotras hemos sido y somos una rucas de verdad, siempre al acecho, siempre seduciendo, siempre ligando. Pero, ¿existen límites en ello?
Esa noche nos encontramos con su examante, quien estaba con otro amigo ebrio. Este último me invitó a bailar, pero le dije que no, pues a su ebriedad le dije que no, lo que mi colega me reprochó. No me importó. Mi colega sí tenía planes de cargarse a los dos.
Al rato, mientras conversaba con otra colega a la que encontré, veo que el ebrio heteroconfundido o heterocurioso se quiere aventar sobre mí, intentaba golpearme, teniendo en su mano la botella de cerveza. Logré esquivarlo y de lo borracho se fue al suelo. Los de seguridad, el DJ y la segunda colega reaccionaron para atenderme, el vigilante lo cogió del cuello para inmediatamente sacarlo, preguntándome primero si me encontraba bien. Sí me encontraba bien felizmente, pero le dije con voz alta: “Saca a este malandrín por favor”. A lo que se sumaron las demás colegas, algunas que ni conocía, pero que se voltearon al recibir la cerveza en sus espaldas y comprobar que sucedió y que me encontraba bien, las que mostraron una solidaridad mínima.
Sin embargo, para mi sorpresa, mi colega hermana ni se inmutó por lo que acababa de suceder, sino más bien acudió a ver al malandrín e impedir que lo echaran del antro. Pidió, habló, intermedió, rogó y creo que hasta imploró para que no se lo llevaran. Ni el examante de mi colega, ahora exhermana, intermedió por el borracho faltoso, claro, pues sabía que su amigo la había recontra fregado, y era su amigo claro estaba, pero mi colega exhermana esa noche, en esas dos horas se había convertido en más amiga de él que su amigo.
Esperé 5, 10, 15, 20 minutos y mi colega exhermana no regresaba a siquiera preguntarme cómo estaba. La otra colega, que se había quedado a mi lado, me confirmó lo que estaba pensando… “Todo por un marido, todo por una pichula”. Me costaba creer que ello marcaría la diferencia entre la amistad y la indiferencia. Un hombre y la calentura podía más a que a la amiga le saquen la mugre. La amiga, la marica, el cabro, el rosquete, al final no vale nada y claro su homofobia interiorizada terminaba por sellar el destino de la loca. Que le saquen la m, por maricona. Al fin y al cabo, no vale nada. La homofobia ganó su espacio y quedé convencido que de alguna manera: ¡nos odiamos los cabros!