Mano Alzada
Opinión, Política

La lujocidad y las vidas perdidas, una poética deshumanizadora

José Ramos López

La lujocidad de adornos ostentados por la presidenta del Perú, Dina Boluarte, han cobrado mayor importancia en la comunidad peruana siendo motivo de indignación por su dudosa procedencia. Los relojes rolexs se convierten en la materialidad de la corrupción, en su estado difuso y cotidiano. La naturalidad de portar accesorios costosos representan la capacidad de poder económico permisible a cargos políticos. Así se teje una relación entre la autoridad y el poder, desplazando su procedencia de prácticas de relacionamiento político basado en la corrupción.

El gobernador de Ayacucho, Wilfredo Oscorima, aparece en el escenario político no por el bicentenario de la batalla de Ayacucho (1824), sino debido a estar ligado a actos de colusión y corrupción. El wawqi, en palabras de Dina Boluarte, es la clara muestra de cómo la corrupción y las alianzas políticas se han naturalizado a tal punto de ser tolerados hasta legitimados como muestras de afecto. No se trata de prácticas culturales andinas ni de intercambios basados en el trueque, sino es el rostro claro de la corrupción.

El rastreo de las posesiones lujosas hechas por medios independientes (La Encerrona) tuvo repercusiones en el gobierno de Dina Boluarte, en especial por la indignación de la comunidad nacional.

Enriquecimiento ilícito, colusión, tráfico de influencias son las voces que resuenan en los medios de comunicación, que han sido consideradas por el gobierno de Boluarte como ataques de “grupos resentidos”. Teniendo una historicidad larga de corrupción naturalizada, ¿por qué genera mayor indignación el ostentar bienes lujosos procedentes de los terrenos de la corrupción y no las vidas perdidas? A pesar de que nuestra vida republicana tuvo escenarios donde miles de vidas se perdieron en regímenes de terror como el conflicto armado interno (1980-2000); la criminalización de la protesta, desde 2009 hasta la actualidad, carga con más de mil personas ejecutadas extrajudicialmente. En otras palabras, sin acceso a una justicia ni derecho a defenderse.

Es claro que el gobierno se afianza de discursos polarizantes propios de contextos de guerra donde se construye una imagen de un “enemigo interno” al que se deposita la monstruosidad de ser “terruco”, distinto, rural, indígena, izquierda, caviar, antiminero, entre otras. Esas conexiones no son solamente resultado de sumatorias de calificativos, sino que son necesarias para justificar la militarización, el autoritarismo y la violencia.

Nos queda cuestionarnos sobre la forma en cómo nuestras reacciones sociales se hacen evidentes frente a crímenes de lesa humanidad en una magnitud baja y de otra más potente sobre la corrupción. Es decir, si los relojes generan más indignación que la muerte de vidas debe interpelarnos en nuestros marcos éticos como sociedad.

Indignarse es una acción política que no necesariamente implica salir a las calles ni verbalizarlas. Indignarse en sus múltiples respuestas, desde el silencio trasgresor hasta su máxima expresión de protesta, son acciones colectivas con potencia que deben enmarcarse en la lucha frente a las lógicas deshumanizadoras. Una indignación desligada del reconocimiento humanitario contiene riesgos de normalizar y legitimar la perpetuación del terror a fin de salvaguardar su comunidad de pertenencia. La mayor cobertura de la prensa nacional de los rejoles, las operaciones estéticas de Dina Boluarte en situaciones de emergencia climática, como los incendios y las recientes protestas frente al crimen organizado, ofrecen nuevamente la vuelta a discursos de polarización que escinden más el sistema democrático precarizado.

Una de las tareas urgentes es visibilizar aquella manera de maniobrar la política cuya finalidad es generar un retroceso en los estándares de acceso a la justicia. Las leyes dadas afianzan el pacto del gobierno con el Poder Legislativo que ha desarticulado muchas reformas jurídicas procesales ganadas mediante consulta popular y movilizaciones sociales. Es justamente en el gobierno de Boluarte que se produce una legislación que atenta frente a múltiples derechos civiles, políticos, jurídicos y ambientales. Las leyes promulgadas arropan los intereses de los políticos involucrados en actos de corrupción, economías informales logrando política caracterizada por la impunidad, negacionismo y deshumanización.

En otras palabras, hay un lenguaje claro y explícito de una poética deshumanizadora utilizada por el gobierno actual que introduce dinámicas de guerra y discursos de miedo hacia la construcción mostruosa del otro. Es así que la lujocidad de la presidenta genera mayor resonancia que las vidas perdidas por el gobierno anclado en la muerte, impunidad y deterioro de la democracia.

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