Tenía la mirada fija al horizonte, los pensamientos sueltos al viento y el corazón hundido debajo del muelle, de pronto, él se sentó frente a mí y me ofreció chicles. “No, gracias”, le dije sorprendida por su presencia, recordando que no tenía efectivo en el monedero. “Entonces te invito”, me dijo. Abrió apresuradamente una cajita, extendió su mano y rodaron dos pastillitas de menta. Se volvió a sentar con prisa a contemplar el mar.
Jesús es un niño de ocho años inteligente, risueño, alegre, respetuoso, con la respuesta exacta en la punta de la lengua. Es el quinto de seis hermanos, aunque –dice– que tal vez venga un séptimo porque su mamá está muy gorda y siempre le duele la barriga.
El habernos encontrado fue cosa de suerte. Él vive en Gamarra, La Victoria, pero, como cada día, subió a un bus a ganarse la vida vendiendo chicles y caramelos; sin embargo, el cansancio pudo más y terminó quedándose dormido, lo que lo trajo hasta Barranco.
“Yo antes quería ser bombero y doctor, ahora quiero ser bailarín y cantante”, me confesó emocionado. Minutos después, con mi celular entre las manitas, tecleó #tiktok2020 y nombres y voces nuevas se revelaron ante mí: “Bichota – Karol G, La Tóxica – Farruko, Vida de Rico – Camilo, Feel Me – Justin y Lenny, Se acabó la Cuarentena – Jowell y Randy, 4K – El Alfa, Twerk 4 Me – Kamillion, Y si la ves – Ñejo, Blunted 4 – Brun LC, Entre tú y yo – Chema Rivas, Te vi – Piso 21 y Micro Tdh, TKN – Rosalía y Travis, Safaera – Bad Bunny, Jowell, Randy y Ñengo”.
Vamos que, en breves minutos, ese niño me dio una cátedra musicológica contemporánea. Pero eso no fue lo trascendental, lo realmente alucinante fue que Jesús empezó a bailar al ritmo de todas las melodías. Todas. No le importó ni el sol, ni la calle, ni la presencia de algún curioso que se acercaba al mirador donde nos encontrábamos. Verlo bailar era un disfrute total. Pasos bien logrados, cuidando su respiración y su centro, desplazándose en su metro cuadrado con soltura y seguridad, con la sonrisa puesta y los ojos vivarachos. Todo un artista.
Jesús es parte de esos 2’034,160 niños, niñas y adolescentes peruanos que realizan actividades económicas. Él sale de su casa a las ocho de la mañana y regresa a las ocho de la noche. Desayuna, almuerza y cena “donde caiga”. Este año, por la pandemia, no lo matricularon en el colegio, por ello se ha dedicado a trabajar todo el día para ayudar económicamente a su hogar.
Está acostumbrado a ganarse la vida en la calle, a cuidarse solo y a correr cuando es debido. Sabe que si lo agarra un fiscalizador municipal o la policía puede terminar en un albergue. Me cuenta su día a día con una soltura que provoca que se me arrugue el corazón.
La hora avanzaba y el hambre llegaba, así que decidimos ir a comer pollito kentaky. Mala suerte, en la puerta estaba aquella jovencita de lentes y cara malhumorada que a veces me recibe cuando voy con mi hijo. No pueden pasar, nos dijo. Alegó no tener mesa disponible, aunque sí había una, sucia, pero había, frente a nosotros. Jesús y yo nos miramos un rato y dijimos que mejor para llevar. Entramos. Él se sentó breves segundos y nuevamente la joven se acercó a increparme con cara de asco: “El niño no puede estar en las mesas, tiene que estar con usted”.
“Cálmate, ¿qué tienes?, no está haciendo nada malo, hemos venido a comprar”, le dije, mientras respiraba y contaba hasta diez para no mandarla a rodar. Finalmente compramos, las otras señoritas que atendían en el counter nos trataron con respeto y amabilidad, como gente. Salimos a la alameda a disfrutar del pollito.
Le corresponde a cada municipio llevar un registro para identificar a los menores que trabajan dentro de su jurisdicción, sin embargo, esto es solo un saludo a la bandera. Es triste e indignante saber que nuestro país tiene los índices más altos de trabajo infantil en Sudamérica. Es alarmante que los más de dos millones de niñas, niños y adolescentes en situación de calle no cuentan con un plan de rescate.
Le dije a Jesús que me preocupaba no volverlo a ver, me explicó que no podía darme el número de su mamá porque ella se molestaba mucho, así que sacó su libretita y yo anoté mis datos. Él, con algo de dificultad, escribió su nombre completo en una de las hojas y me la entregó.
Confío en que me llame algún día, en que me cuente que ya está estudiando, que ya no trabaja en la calle, que está llevando clases de baile y canto, que su mamá y su papá se hacen cargo del hogar y lo cuidan como el niño que es. Imagino también que algún día escucharé o leeré sus nombres y apellidos promocionando un gran espectáculo artístico, en donde él sea el bailarín principal.
Nos despedimos, él con una sonrisa bella y yo con un nudo en la garganta. ¿Pude haber hecho algo más por él? Probablemente sí. Pero no quería asustarlo, no quería que pensara que podía llamar a alguna autoridad y reportar el abuso infantil por el que está pasando. No quería verlo huir. Quería que supiera que, en cualquier momento, puede contar conmigo.
Tengo fe, pero no soy ilusa, este país está jodido. Millones de niñas y niños padecen de abandono, maltrato, explotación y violencia a la vista y paciencia de las autoridades. No es novedad encontrarse con, al menos, un infante en cada esquina de Lima. Hemos normalizado la violencia y la vulneración de sus derechos.
¿Hay algo por hacer? Sin duda. No ser indiferente es un gran paso. Hay diversas instituciones a las que se puede dar aviso:
- Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables – MIMP
- Ministerio Público
- SUNAFIL
- Servicio de Educadores de Calle (SEC)
No mover ni un dedo nos hace cómplices de la esclavitud de un inocente. Luchemos por las infancias hasta que se nos haga costumbre ser más humanos y tratar a los peques de la calle como si fueran nuestros propios hijos.