Cualquier peruano que haya crecido con las películas de Lombardi (La boca del lobo, Sin compasión, No se lo digas a nadie, Bajo la piel, Dos besos, etc.) espera que la experiencia sea mejor que la anterior, lamentablemente esto no sucede con La decisión de Amelia (2024). Estamos frente a un guion lleno de vacíos, personajes mal construidos, una precaria fotografía y un apurado montaje, sobre todo en la parte final de la película, que termina dándonos la sensación de haber visto un largometraje realizado por un director cansado que revive clichés y no sabe cómo cerrarlos, por lo que deja en manos de “la suerte” la construcción narrativa de la historia.

Amelia, la joven que atraviesa por disyuntivas que no tienen la gravedad que se pretende mostrar, pues quedarse sin trabajo o sucumbir a los favores del anciano no implican un gran debate moral -por lo menos en estos tiempos-, es un Ramón Romano de baja intensidad. Así como el protagonista de Sin compasión, triste y conflictuado desde el arranque de la película hasta el final, nos encontramos a Amelia (Mayella Lloclla), quien ha perdido a su madre hace poco tiempo, vive acosada por su expareja y atraviesa una crisis económica –que se interrumpe cuando acepta cuidar a un anciano convaleciente–, continuamente afligida, sin pausa ni prisa para cambiar ese estado de ánimo, ni siquiera cuando, evidentemente, está siendo favorecida por su mecenas y ella sospecha las implicaciones de ese golpe de suerte.

Frente al carácter modoso, débil, temeroso y supuestamente ingenuo de la protagonista, se contrapone el de su mejor amiga -o única tal vez-, Cecilia (Stephanie Orué), la enfermera que ha conseguido un puesto de trabajo en el hospital gracias a hacerse amante de un doctor (mayor), del que busca que se separe de su esposa para que formalice con ella, objetivo que no logra. Orué nos entrega la mejor actuación de la película y nos ayuda a mantenernos expectantes con su participación en el desarrollo de esta, por lo que la contraparte entre Amelia y Cecilia, que no cree en nada y debe sacar provecho de todo sin ningún tipo de rollo, supera los cansinos diálogos entre Amelia y don Víctor (Gustavo Bueno), un anciano racista, machista, clasista y cuyo único mérito ha sido acumular dinero. Si Amelia se presenta con una continua apatía, don Víctor se muestra como un viejo despreciable y sin ningún tipo de humanidad, lo que anuncia –y justifica– su terrible final, desde media hora antes de que termine la película.  

Amelia pasa de las “pequeñas” mentiras al asesinato sin una evolución consistente, de pronto estamos ante una asesina que no siente ningún remordimiento por sus actos y nos preguntamos cómo no pudimos darnos cuenta de ello, pues frente al abuso de su expareja, un tipejo también despreciable que la viola, ella no reacciona igual, es subyugada por la violencia y luego huye. Nada de su pasado nos hace creer en su futuro. Además, ¿es tan fácil matar a alguien?, sobre todo siendo tan “sospechosa” por su procedencia empobrecida, por ser mujer, por ser mestiza, por ser joven, etc., de que es capaz de algún tipo de comportamiento delictivo como esperan las personas que rodean al anciano, la ama de llaves (Haydee Cáceres) y el abogado (Paul Vega), y que se lo hacen saber constantemente.

A pesar de ser el punto de vista de Amelia, la mirada masculina (el male gaze) es constante: las tomas traseras de la protagonista con este único pantalón ajustado que usa en toda la película, la violencia sexual gráfica que vive. Es ella la que entra a perturbar el mundo organizado del anciano, porque otra mujer está siendo desechada por vieja. Es ella la que hace “correr de nuevo sangre por las venas” de este hombre, e incluso lo puede hacer caminar otra vez, ¡milagro! Como dice don Víctor: ella tiene el poder entre sus piernas. Ella representa un miedo profundo de algunos hombres hacia las mujeres: el que sean su perdición. El carácter controlador, misógino, obsesivo y violento del personaje se sublima en el cuerpo joven de Amelia, es ese cuerpo tentador el que lo hace actuar así, si ella no hubiera aparecido, él seguiría vivo. “Mirá cómo lo ponés”, diría un Darthés de estos tiempos. Ella trae la muerte. Una película talibana no lo podría mostrar mejor.

Podríamos hacer el mismo símil con la clase social. Si en Dos besos, la “manzana de la discordia”, interpretada también por Mayella Lloclla, muere por atreverse a irrumpir en la vida de una pareja adinerada, en La decisión de Amelia es ella quien mata por el mismo atrevimiento. Para recuperar la armonía conyugal -la paz social diríamos en política-, había que matar a este elemento disruptor que estaba generando el caos emocional; de la misma manera, para que este elemento disruptor acceda a una clase social que no le pertenece, debe ser por medio de la violencia.

En La decisión de Amelia no hay buenos, todos son malos, solo hay que esperar el momento para que esta maldad aparezca, sobre todo en los que están sumergidos en la pobreza o en la violencia, pues en los que no, tienen el privilegio de serlo sin ningún problema. Si el objetivo de Amelia era vengar los abusos del machismo, no lo logra, es como apelar a la pena de muerte para castigar a quienes hacen daños terribles: terminamos poniéndonos al mismo nivel del mal.