La pregunta que debemos hacerle a nuestros escritores y escritoras no es cuándo empezaron a escribir, sino dónde aprendieron. La respuesta entraña una “secreta complejidad” (Borges dixit) porque destaca la labor literaria no solo como un ejercicio de la inspiración sino también de transpiración técnica, y define el acceso igualitario al conocimiento como un derecho humano de todas y todos.
Los escritores peruanos son limeños, básicamente. Y de los limeños, algunos se formaron en el oficio en la capital o el extranjero y otros fueron tocados por las musas o simplemente son talentosos porque sí. Sin embargo, la mayoría de escritores en el resto del país, quienes no tenemos ese don concedido por los dioses, tenemos que esforzarnos exponencialmente y estudiar, como sea que podamos, para siquiera entender lo que es un tropo o figura literaria, y hacer malabares en las imprentas para publicar un libro.
La realidad nos es ridículamente ajena. En todo el país, si no me equivoco, solo existen seis escuelas de Literatura: tres en Lima y tres más en el resto del país, las cuales además comparten su estudio con la Lingüística. Por lo tanto, lo que me parece asombroso no es solo que hayan desembarcado a escritoras y escritores valiosos, el espíritu de cuerpo entre amigos o que sean los elegidos —en su mayoría— los mismos de siempre en detrimento de otras y otros provincianos (de Chimbote no hay nadie y de Áncash solo uno del cual nunca escuché), sino que existan, dadas las condiciones del sector (sin instituciones con políticas públicas serias respecto al libro y la lectura y una cadena de producción editorial precaria) buenas y buenos escritores peruanos.
¿Por qué no se invita o desde siempre se invitó muy poco a representantes de otras ciudades del país? Porque no tenemos contactos, somos invisibles para el ente rector (el Ministerio de Cultura tiene una Dirección del Libro y la Lectura con un par de personas para ver este y un millón de temas nacionales más, y en la práctica la institución no existe en otras regiones) o simplemente no tenemos más talento que los de la capital.
El debate, me parece, debe centrarse en la pregunta de por qué son estas las condiciones de nuestro oficio, e ir democratizando el acceso a la formación literaria para tener el nivel de los escritores limeños, las posibilidades de estudios, un circuito bibliodiverso y con un enfoque intercultural, inclusivo y de género, bibliotecas públicas y editoriales con un mínimo de calidad técnica, más concursos y alicientes creativos y políticas municipales que no sean una estafa como la ordenanza aprobada y jamás ejecutada —o inútilmente ejecutada— como el «Plan Municipal del Libro y la Lectura».
Que a la próxima que no seamos invitados a cualquier feria sepamos que hay mejores representantes que nosotros y no porque no somos amigos de algún funcionario de turno o porque no tuvimos las mismas posibilidades de formación que otros, o sea: por nuestro talento (o no). Nunca me importó ser invitado a las ferias (la mayoría de veces gestioné yo la participación de otros escritores chimbotanos y/o la organización de actividades referidas a la ciudad), esta vez hubiese querido haber sido invitado a la FIL-Guadalajara solo para dimitir a la deferencia por el atropello a importantes representantes de la literatura nacional y por quienes no fueron —y tal vez nunca serán— invitados a ninguna fiesta. Por otra lado, el ministro es una caricatura ofensiva de nuestra cultura.