Una manifestante se refiere a un patrullero de la policía como “el carro de los perros”. Inmediatamente, la televisión monta un operativo digno del inspector Javert, el sabueso (perdón) que persigue a Valjean en “Los Miserables”. El reportero Fabricio Escajadillo cruza videos, fotos, información de redes sociales para identificar a la mujer que dijo la frase ofensiva. Descubre el dato y pasa a la acción: la acosa en donde la encuentre, publica sus datos personales, le tira dedo figurativa y literalmente.
¿En qué radica exactamente el valor periodístico del reportaje? No hay una investigación sobre el contexto de la protesta; no hay pregunta alguna sobre las razones o sinrazones de los manifestantes, sus motivos o sus lógicas. La intención no parece ser otra que hacerle el trabajo a la policía: aquí está la que azuzaba a otros, identificable entre un centenar de personas, notable por su cabello púrpura, notable por ser mujer.
¿Es un delito decir “está explotando el carro de los perros”? Probablemente no. ¿Es chocante, preocupante, atemorizante para una opinión pública a la que se maneja al susto? Tal vez, si todo el reportaje ignora, como ya se ha dicho, el contexto político y se enfoca solamente en la frase de marras, en medio de imágenes terribles y la voz engolada del reportero. Pero el reportaje hace todo lo posible para convertir la frase en delictiva: se trataría de una incitación a cometer delitos, un lenguaje al que sólo cabe ponerle la gran T que cierra todos los debates: terrorista.
Ah, ¡pero qué diferentes son las cosas cuando ocurren al revés!
En el 2012, la policía mató a cinco manifestantes en Cajamarca, cuando la ciudadanía de esas localidades se oponía al proyecto Conga. Mataron a los manifestantes y luego le metieron palo y gases a los entierros. Y luego, cuando tras muerte y profanación la gente les preguntaba por qué el ensañamiento, llegaba la respuesta descarada: “porque son perros pues, conchetumare”.
Corríjanme, pero no recuerdo ningún reportaje de Latina, ni del reportero Escajadillo, ni de nadie, en realidad, para identificar al guardia que –a cara descubierta- llamó “perros” a los manifestantes. No recuerdo ninguna persecución implacable a la puerta de alguna comisaría para llamar a grito pelado, por su nombre, al policía. Y si no investigaron por el policía bocasucia, por supuesto que no investigaron a los policías de gatillo fácil. No investigaron ni la falta ni el delito, ni el insulto ni el asesinato. No investigaron en Celendín, en Bambamarca, en Espinar, no investigaron la muerte de manifestantes, ni la muerte del pobre mecánico que defendía su casa en un desalojo.
Porque en eso consiste el doble estándar: se aplica una regla al enemigo, y otra al amigo. Unos son perros a los que se puede insultar y matar, y los otros no lo son, y no se les puede mencionar si no es con reverencia, y con tácito reconocimiento de su capacidad de matar con impunidad.
Quién sabe por qué una manifestante le dice perros a los policías. Será porque, desde su posición contestataria, cumplen el rol de guardián de un sistema atroz, y porque –desde esa posición- jamás se los ha visto si no es rompiendo cabezas y repartiendo gas o balas.
Quién sabe por qué un policía le dice perros a los manifestantes a los que su fuerza acaba de masacrar. Será porque le han machacado a golpes y a gritos que debe cumplir las órdenes y que los que están al frente son sub humanos, perros hambrientos a los que hay que dar de palos.
Y hablando de metáforas caninas, quién sabe por qué un reportero se porta como un sabueso cuando se trata de señalar a una manifestante, y como un faldero cuando la policía gasea y balea. Esa pregunta se pierde en el albañal de lo que pasa por prensa en el Perú.