El 28 de junio de 2009, el Congreso de Honduras decidió destituir al presidente Manuel Zelaya debido a su insistencia en formar una Asamblea Constituyente. El 22 de junio de 2012, el presidente de Paraguay, Fernando Lugo, fue vacado por el Parlamento de su país en un juicio político sumario por el que se le responsabilizaba de una masacre de policías durante un intento de desalojo. El 31 de agosto de 2016, el Senado brasileño destituyó a Dilma Rousseff de la presidencia, acusándola de usar fondos de bancos públicos para camuflar déficits del presupuesto.
Estos tres procesos de vacancia presidencial (o impeachments) tienen varios elementos en común: fueron usados por la derecha conservadora de sus países contra gobiernos de izquierda elegidos popularmente; se sustentaron en formalismos que escondían las verdaderas motivaciones de sus promotores (detener el avance del ala progresista en el continente); y finalmente estos procesos recibieron el rechazo de la mayoría de gobiernos democráticos de América Latina. En el ínterin, por supuesto, se atropellaron sin miramientos las instituciones, torciendo las reglas de juego en su beneficio.
Como es natural, desde el Perú algunos sectores democráticos rechazaron y condenaron al unísono estos procesos, considerándolos como un atentado contra la democracia y responsabilizando al gobierno de EEUU y los bloques conservadores del continente de estar detrás de esta “andanada” contra la voluntad popular y contra las instituciones. Hoy, sin embargo, algunas de esas mismas voces plantean en un acto que se puede calificar de incoherente un proceso similar contra el presidente Pedro Pablo Kuczynski que, mal que bien, fue elegido para gobernar por un periodo de cinco años.
Podemos coincidir en que el gobierno de Kuczynski va de error en desastre una y otra vez, que abandonó el timón del gobierno hace tiempo en procura de alargar su agonía y que, en este afán, haya mentido descaradamente estafando a quienes le brindaron su respaldo. De igual manera, estamos de acuerdo en que indultar al exdictador es un golpe difícil de digerir y que los indicios que revelan posibles actos de corrupción son demasiado fuertes como para soslayarlos. Pero esta indignación debe ser dirigida con bastante cuidado, con el fin de no colaborar con partidos políticos encaminados a derrumbar las instituciones (TC, el Ministerio Público, la Sunedu, la CNM, las atribuciones presidenciales, etc.), por intereses particulares o para salvarse de la justicia. Es por ello que llama la atención que un sector de la izquierda que entró a la vida política colocando como bandera la defensa de la institucionalidad y que para tal fin organizara las primeras elecciones primarias abiertas, haya optado por situarse como furgón de cola de quienes precisamente buscan petardearla.
Esta decisión de sumarse a quienes procuran a como dé lugar la vacancia del presidente Kuczynski, ya sea que esté sustentada en la indignación, en la defensa de principios éticos o en cálculos políticos de corto plazo, solo tendrá como efecto el reemplazo del mandatario por el vicepresidente, sin ninguna garantía de que este no gobernará en alianza con quienes de todas maneras seguirán teniendo suficiente poder para influenciar en Palacio.
En este sentido, es preferible esperar a que sean las instituciones destinadas específicamente a señalar responsabilidades penales, las que a través de actos sustentados en el debido proceso encuentren -si es que los hubiere- los delitos o faltas cometidas por el mandatario, para recién ahí iniciar un proceso de destitución. Una vacancia presidencial no es cualquier cosa y amerita un nivel muy alto de escrúpulos. De lo contrario, se estaría actuando al caballazo y deslegitimando la lucha por la defensa de las instituciones en contra de los políticos deshonestos.