“Divide y vencerás”: una estrategia exitosa para cualquier tipo de dominación. Y el patriarcado, la forma más antigua y más exitosa -hasta podríamos decir, “la madre” de todas las demás formas de dominación-, la despliega con sutileza y maestría mediante un discurso que reproduce con variaciones adecuadas a cada época, y difunde por todos los medios posibles. Este discurso sostiene que las mujeres, además de inconstantes, débiles, propensas a la emocionalidad y poco racionales, somos enemigas de las mujeres.
Desde los “cuentos de hadas”, originados en la Europa medieval y globalizados en el siglo XX por Disney Co., pasando por las radio y telenovelas, hasta las miniseries de hoy, el mensaje es unívoco y transparente: una mujer está sola e indefensa en el mundo hasta que no encuentra y seduce a “su hombre”. A cambio de obediencia, cuidados gratuitos y servicios sexuales a demanda, o sea, a cambio de su sumisión total, este -su héroe, su “príncipe azul”- le brindará protección y sustento. Pero no será fácil, ella deberá vencer la oposición, abierta y violenta o sutil y soterrada, de su madre, sus hermanas, su suegra, sus cuñadas. Envidiosas y dispuestas a cualquier cosa, empleando saberes malignos o posiciones de poder heredadas, allí están las hermanastras de la Cenicienta, la madrastra de Blancanieves, el hada malvada de la Bella Durmiente. La trama se repite con múltiples variaciones, pero el mensaje es el mismo: las demás mujeres son tus rivales, no puedes confiar en ellas.
La estrategia de “divide y vencerás” también se ha propagado con éxito -a través de mitos como los de Caín y Abel y sus múltiples versiones actuales- entre los varones de las clases subalternas y de los pueblos que han sufrido esclavitud, colonización, explotación. Sembrar la desconfianza y fomentar la competencia entre hermanos/as, entre grupos de intereses similares, entre pueblos. Son las prácticas que, junto con otras como el liderazgo ejercido no como representación sino como sustitución, instituyen la noción de que el poder es un bien escaso que se ejerce sobre los demás para obtener lo que a mi -el líder- y mi pequeño grupo cerrado queramos, y por tanto, por el cual hay que competir fieramente. Y, una vez conseguido, por la fuerza o con engaños, no se deberá soltarlo más.
Con el correr de los años, estas ideas sobre el poder y las prácticas políticas que las sostienen se han enquistado en todos los ámbitos de la vida social, económica y política, al punto que parecieran intrínsecas a la naturaleza humana y de validez universal. Pero no es así. Al re-descubrir y propagar la sororidad, las feministas les hemos dado un golpe significativo.
“¿Sororidad? ¿Qué palabra es esa? ¡No existe en el diccionario!”, nos dijeron durante años. “La realidad no cambia con solo inventar nuevas palabras”, argumentaron los expertos.
Pues sépanlo: la sororidad, definida por la feminista mexicana Marcela Lagarde como “encuentros entre la diversidad de mujeres y sus intereses también diversos, que convergen en un pacto ético para deconstruir todas las formas y prácticas políticas de dominio, desigualdad y opresión contra las mujeres” (2001: 21-22), ya fue inscrita en el diccionario de la Real Academia Española, como en los diccionarios oficiales del inglés y el francés y tantos otros idiomas. Pero más importante aún es que ya está inscrita en la vida cotidiana de miles de mujeres: resultado de nuestras prácticas feministas, de anteponer la solidaridad y confiar primero en las mujeres, sin someter su palabra a la duda, por ejemplo, cuando el sistema judicial exige pruebas o en la comisaría ponen en juicio su salud mental o su forma de vestir.
“Tus hermanas son tus hermanas, no tus hermanastras. Todas las mujeres que luchan por sus derechos, son tus hermanas”.
El afecto, la confianza mutua y la certeza de que vamos a ayudarnos unas a otras, crecen día a día entre las mujeres. Se multiplican en los barrios, en las calles, en las redes: ya contamos, por ejemplo, con una Cachina feminista y una Bolsa feminista de trabajo, y los grupos activistas y de debate como Somos 2074 y muchas más, Alfombra Roja, #Ni una Menos, se comunican entre sí, crecen, coordinan y logran cada vez mayor impacto con sus intervenciones.
Y la sororidad está llegando también al ámbito de la política formal, hasta hace poco recinto exclusivo de los hombres blancos con dinero y estudios[1], como resultado de la participación activa de las feministas -jóvenes, indígenas, afrodescendientes- que en años recientes han asumido cargos de representación. Gracias a su destacado desempeño, se han empezado a confrontar las reglas no escritas, modos de operar y formas excluyentes y poco (aunque formalmente lo sean) democráticas de tomar decisiones, vigentes en los partidos y demás instancias de la política pública. Reglas y modos de operar que han permitido que la corrupción, -el uso de los bienes públicos y el poder delegado para fines privados-, invada y se enquiste en nuestro sistema político como un cáncer mortal y que se hace perentorio cambiar.
¿Conseguiremos las
feministas peruanas, en la hora actual, horadar esas prácticas poco
democráticas y de dudosa transparencia, enquistadas hoy en los partidos políticos
y mostrar, con nuestro ejemplo, que otra forma de hacer política es
posible? Sin duda, pero siempre y cuando
respetemos firmemente ese pacto ético que menciona Lagarde, anclado en los
valores feministas que venimos de un tiempo acá construyendo; siempre y cuando
primen en nuestros debates y toma de decisiones, la sororidad y la confianza en
“el otro”, en las otras, mis congéneres.
[1] Cabe recordar que en Perú las mujeres ganamos el voto y el derecho a ser elegidas recién en 1955, en Chile y México pocos años antes, en muchos otros países de la región, más tarde aún. Y a las personas sin destreza en la lectoescritura, recién se les concedió el derecho de votar -más no ser elegidos al Congreso y otras instancias superiores de gobierno- en 1979.