Una semana antes de que los mercados fueran señalados como lugares de gran propagación de infección, mi novia fue al Barrio Chino, primero para ver si podíamos conseguir una cocinilla eléctrica, teníamos una de dos hornillas, pero una de las hornillas se había quemado y la otra estaba agonizando y en cualquier momento nos iba a jugar una mala pasada. La otra, más superficial, era encontrar las algas nori para preparar makis caseros. Meses antes de que empezara la cuarentena era una fiel consumidora de los makis más baratos de Lima, esos que encuentras en un centro comercial común y corriente.
Como es bien sabido, luego del mensaje presidencial que anunciaba que los mercados eran el infierno, Ana Karina regresó con yapa. Preparamos los makis y bromeamos sobre quién, a los cinco días, empezaría a tener los síntomas del coronavirus. Al quinto día nada pasó, el sexto, en la noche, empecé a sentir una calentura extraña mientras trabajaba en mi nuevo horario de teletrabajo, de 6 pm a 6 am, por lo tarde que nos levantábamos, por la falta de ganas de hacer las cosas, por lo tarde que almorzábamos y porque el ruido de la calle, el reguetón y las continuas peleas de trabajadoras sexuales, proxenetas, borrachos y parejas que se odian no nos dejaban hacerlo de día.
Primero fue una calentura extraña y un par de estornudos. “Estoy resfriada”, pensé. Cambio de clima, alergias continuas, casa con altos ventanales, mucho aire, dormir como dios me trajo al mundo. Luego empezó la tos, débil, pero continua. Escupí un par de flemas. “Estoy con gripe”, pensé. Toda la información que había leído sobre el coronavirus decía fiebre, tos seca, dolor de garganta, dolor de cabeza, cansancio. No decían nada de estornudos ni flema. Dolor de espalda baja. Tal vez una infección urinaria corriente. Nada que las mujeres podamos temer. Seguía trabajando.
Cuatro horas después, casi a la medianoche, sentí la aplanadora. Frío y temblores intensos, mucha fiebre, tos persistente, dolor para tragar, dolor muscular, cansancio de muerte (nota mental: “no decir muerte”). Quería seguir sentada escribiendo en la computadora, pero todo me jalaba a la cama. Apenas cerré los programas abiertos y decidí descansar, mi cuerpo, que se había convertido en uno de 80 años, empezó a arrastrar los pies hacia lo que habíamos convertido en dormitorio, la mitad de la sala. Echada en la cama y cubierta por dos frazadas, mis ojos se llenaron de lágrimas. Ella me preguntó si estaba triste. “No”, le dije, “me revienta la cabeza”. El dolor me taladraba de los dos lados, generalmente mis pocas migrañas habían sido de un solo lado, podía ser un hemisferio, podía ser la sien, como una mano que se cierne para hacerte masajes dolorosos, nada comparado a esto: dos placas de metal aplastando mi cráneo. Cómo no se iban a salir mis lágrimas, había tenido una hija, pero no había plantado el árbol ni escrito el libro. Maldita sea.
“Toma un paracetamol”, me dijo. “No”, le comenté, la fiebre es buena, mi cuerpo está luchando y protegiéndome. “Vero, toma el paracetamol y mañana dejamos que tu cuerpo siga luchando”. Tomé, me bajó la fiebre y pude dormir.
Al día siguiente ella tenía que hacer las compras. “Compraré para dos semanas, tal vez soy asintomática y puedo estar contagiando por ahí”. ¿Cómo hace la gente que vive sola? ¿O hacinada? ¿Las que no tienen trabajo ni familia? ¿Las que no pueden comprar ni para dos días? No les queda otra que contagiarse entre todos y salir a las calles a continuar las cadenas del contagio. Así estábamos nosotras, como todos los LGTBI precarizados, como la gran mayoría de lxs peruanxs. No tenemos refrigerador (todavía, acabábamos de mudarnos), así que las carnes las compramos para el día, ya varias veces se nos habían malogrado dejándolas para el día siguiente. Sin proteínas, ningún enfermo se recupera (yo ya estaba pensando en todos los menús con garbanzos que comería). También trajo el termómetro que pensábamos comprar desde el primer día de cuarentena. Al día 54, lo compramos y lo estrenamos.
Cuando llegó con todas las bolsas, y luego de bañarse, vino hacia mí, me miró la cara y ocultó un gesto de terror. “Ya, abre la boca, levanta la lengua, cierra”. Tres minutos. 38.5°. El terror ya no se ocultaba, se levantó de la cama y salió casi corriendo. Eran las 4 pm. “Voy a la farmacia”, escuché decirle entre delirios. Pero regresó con las manos vacías. Al ver mi cara, mis ojos rojos, mi fiebre alta, se asustó y voló a comprarme una antalgina antes de que cerraran las farmacias, pero fue inútil, no encontró nada.
Ahora que ya sabía mi temperatura, aproveché para llamar a la Línea 113, el número oficial para sospechosos de Covid. Las dos primeras me equivoqué de anexo, “me van a multar”, pensé asustada, a la tercera le di al correcto. Me respondió alguien con voz de niña. Yo quería ponerme a llorar, pero me sentí como su mamá. Pensé en Camila. No pensaba darle más tristezas, ya se había quedado sin abuelito, no se iba a quedar sin mamá.
Hola, en qué podemos atenderla. Creo que tengo síntomas de Covid. Dígame su región, provincia y distrito. Lima, Lima, Lima. Dígame sus síntomas. Fiebre, tos, dolor de garganta, cansancio. Sí es sospecha de Covid, ¿ha estado cerca de alguien con la enfermedad? No. ¿Vive con algún adulto mayor o niños? No. ¿Qué edad tiene? 40. ¿Tiene hipertensión, diabetes…? No, nada. ¿Con cuántas personas vive? Solo con una, mi pareja. Dígame el número de su DNI. xxxxxxx. De nuevo, por favor. xxxxxxxx. Nos está fallando el sistema, lo voy a apuntar a mano. Ok. Su nombre completo: xxxx. Su dirección: xxx. Dígame el número telefónico de la persona con la que vive. Xxxxxxxx. ¿Cómo se llama? Ana Karina. ¿Ella presenta síntomas? No. De acuerdo, la pondremos en lista de espera y pronto alguien se va a comunicar con usted para ver cómo sigue. Gracias.
Solo me tocaba empezar la larga espera para que alguien me llame y decida que debo hacerme la prueba sin ser famosa, ni rica ni haber manejado una organización criminal por largos años. Yo le había dicho a Ana Karina que ya había consultado y que me habían recomendado que me bajara la fiebre manualmente, con paños, que durmiera tapada con una sábana, que no me abrigara tanto, que tomara un té con kion, ajo y canela. Pensaba hacerlo fielmente, no quería arruinar un futuro tratamiento automedicándome, pero me obligó a meterme un antigripal. “Por lo menos la cabeza te tiene que dejar de doler”, me dijo.
Le comenté cómo iba a mis amigas del chat del WhatsApp “Borrachas feministas”. Solo una de ella quedaba borracha, las otras tres habíamos dejado la buena vida. Una de ellas, la borracha, más alarmada que yo, porque suelo tomarme las cosas a chiste, incluso mi propia muerte (nota mental), llamó a un amigo doctor. El amigo doctor me llamó unas horas después. Le comenté lo que había estado haciendo. Si existen cachetadas virtuales, su llamada fue una. En pocas palabras me dijo que dejara de hacerme la mártir sadomasoquista y empezara a tratarme: “Tienes coronavirus hasta que se demuestre lo contrario. Vas a tomar un gramo de paracetamol cada 8 horas por tres días y a hidratarte todo el día. Te voy a estar monitoreando. Cualquier cosa que te pase me avisas”. Yo ya estaba enumerando las situaciones triviales que le contaría.
Le comenté a ella lo que me había dicho el doctor. “Ya ves”, me dijo mirándome molesta. Solo faltaba el chancletazo: “¿Qué te hago si yo tengo razón?”. Seguía pensando en todo lo que no tenía: dificultad para respirar, diarrea, náuseas, pérdida del gusto y del olfato. Estaba estreñida los dos primeros días, seguía oliendo la caca del gato, respiraba como siempre. “No es coronavirus”. Al tercer día ya no olía nada, ni caca, ni comida. Pensar en algunos platos me daba náuseas. “¿Será?”. Seguía sintiendo el sabor del gatorade. “No es”.
Sábado 9. Primer día de paracetamol prescrito. Mi cuerpo de 80 años ya reacciona mejor, me siento como de 60, hago algunas cosas, lavo los servicios para sentir el frío en mis manos calientes. Leo un poco, pero me canso. Mi récord de películas y series vistas en Netflix se ha reducido, no duro más de 20 minutos, descanso y vuelvo otros veinte minutos, así hasta terminarlas tercamente. Termino trabajos que dejé casi terminados (por suerte). Abandono un par más. Todo comenzó un jueves por la noche, me di yo misma un fin de semana de descanso sin goce de haber ni suspensión perfecta de labores. Aunque mi mente preocupada piensa que no tendrá plata y que debo sentarme otra vez a trabajar. Ese pensamiento hace que “milagrosamente” me sienta mejor. Tal vez nunca sepa si soy positiva, pero, por el momento, la muerte puede esperar.