Mano Alzada
Especial, Feminismos, Opinión

Por todos los derechos de las trabajadoras del hogar

A Adelinda Díaz y Paulina Luza

El 30 de marzo se conmemoró el “Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar”, pero debido a la coyuntura política de nuestro caótico país, la fecha no ha sido visibilizada como debería, por eso, luego de la marea social y la diversificación de la atención en más temas de interés, quería hacer una reflexión sobre este sector que, en su mayoría casi absoluta, está conformado por mujeres que merecen, no solo ese reconocimiento del “feliz día” con el abrazo “cálido” y el detallito de una flor, sino el ser reconocidas en sus derechos humanos y fundamentales.

En principio, es importante difundir que la fecha se instauró en 1988 a raíz de la reunión de diversas organizaciones en Bogotá para conformar la Confederación Latinoamericana y del Caribe, cuya consecuencia ha sido, al menos en papeles, positiva, en tanto se han registrado diversos avances en materia de protección legal, pues en nuestro país se promulgó la Ley N° 27986 que establece que las trabajadoras del hogar tienen derecho a un contrato, beneficios sociales como seguro de salud y aseguramiento previsional para su jubilación, vacaciones, gratificaciones e incluso CTS. Sin embargo, ¿cuántos de estos beneficios se cumplen? ¿cuántos de quienes “luchan por los derechos de las mujeres” cumplen con reconocer los derechos de las trabajadoras del hogar? La reflexión es grande ¿verdad?, y es importante reconocer que ningún trato especial de “cariño familiar” puede reemplazar estos aspectos que constituyen derechos laborales que son esenciales en todo ser humano que trabaja.

La situación de las trabajadoras del hogar es sumamente particular, porque son discriminadas en todo espacio social, sí, en todo espacio, incluso en aquellos espacios sociales de lucha en los cuales muchas veces ellas mismas manifiestan no sentirse verdaderamente incluidas, porque tal vez no se expresaron de manera apropiada en las reuniones de diálogo, no están en sintonía con la agenda coyuntural del momento o no pudieron ver los mensajes enviados al correo o whatsapp de manera oportuna para los acuerdos necesarios y no están al tanto de manera inmediata con las coordinaciones (considerando que con mucho esfuerzo logran adquirir un celular prepago y alquilar una cabina de internet), y es ahí cuando se evidencia que en el Perú, hasta luchar por tus derechos vulnerados es un lujo al que no todas las personas pueden acceder.

Las trabajadoras del hogar, que salvo en textos de difusión masiva son nombradas así, pues suelen ser las empleadas, las muchachas, las chachas, las cholas, etc., son afectadas en sus derechos de mil formas posibles, dado que, si bien se promueve mucho el reconocimiento pleno de sus derechos laborales, en principio, debiéramos retroceder y velar primero por sus derechos a la libertad y a su integridad física y mental. Y no solo eso, sino abrazarlas en sororidad para no hablar por ellas, sino dotarlas de todas las herramientas posibles para que ellas mismas sean las actoras sociales de su propia lucha.

Las trabajadoras del hogar forman un grupo social muy especial de mujeres que han sido sometidas, por la estructura de una sociedad machista, a desarrollar de por vida una actividad estereotipada asignada a la mujer, que en el mejor de los casos es remunerada. En ese sentido, ellas son la materialización de los roles que el patriarcado ha cimentado en nuestra sociedad respecto a lo que es ser mujer, pues se encargan de lavar, planchar, cocinar, limpiar, cuidar a los niños y hacer todo aquello que sea necesario para el desarrollo de nuestra vida cotidiana, pero que el hombre jamás podría hacer por sí mismo (queda claro que existen muchos que sí, pero no es materia de este texto). Pero eso no es todo, adicionalmente, al menos en nuestro país, además de ser mujer, una trabajadora del hogar es más “idónea” si es chola, si es nacida en alguna provincia o distrito de la sierra peruana, o si al menos proviene de los alrededores de Lima y es descendiente de migrantes; no aplica mucho para las mujeres de la selva, “esas son flojas” y “sirven para otra cosa”, pues ellas forman parte de otro estereotipo machista discriminador prejuicioso al cual le dedicaré otra nota.

En reiteradas ocasiones he visto confirmada esta postura, cuando muchas personas al enterarse que soy huancaína me han preguntado: “Un favor, tú que eres de por allá, ¿no conocerás alguna chiquilla para que trabaje en mi casa? Tráeme unita pues, esas serranitas son bien chamba, no le va a faltar comida y techo, y necesito alguien que haga las cosas”

Lo curioso es que ninguna de esas personas, ha considerado siquiera, que eso que me piden es trata de personas, y que eso es delito. ¿A poco no se han puesto a pensar en ello? Es común que cuando hablamos de trata se nos venga a la mente inmediatamente aquellas mafias criminales que comercializan a las personas, lo cual ocurre y es real, pero nunca pensamos en ese acto de comercialización cual objeto que realiza la vecina o cualquier persona de nuestro entorno, o nosotros mismos, al “traer” a una persona, sin importar lo que esta piense, a trabajar en los hogares.

En el Perú, quienes realizan trabajos del hogar son, en su mayoría, mujeres indígenas y empobrecidas, que por el desinterés de un Estado centralista ausente e indiferente que no promueve un real enfoque de género en sus políticas públicas, no tuvieron ninguna oportunidad real para tener la vida que ellas mismas hubieran querido y el único conocimiento que poseen es aquel que adquirieron en casa, en base a su rol estereotipado de lo que es ser mujer. Es por tal motivo, que, en un claro aprovechamiento de esta situación de vulnerabilidad, ya sea de manera maliciosa o en atención a muy buenas intenciones en algunos y contados casos, son conquistadas por ofrecimientos para la obtención de una mejor calidad de vida a cambio de la prestación de sus servicios en las tareas domésticas del hogar.

Bajo ese contexto, miles de mujeres, incluso en la etapa de la niñez o adolescencia, dejan sus hogares y la calidez del amor familiar, de la que pudieron haber gozado, para pasar a ser elementos de servidumbre, dejando sus propias vidas, para ponerlas al servicio de las necesidades de sus patrones.

La trata de personas en el Perú es real y las principales víctimas son mujeres y menores de edad, quienes son obligadas a prostituirse bajo amenaza de muerte o son sometidas a trabajos forzosos, ya sea en el campo, minas ilegales, comercios informales u hogares. Asimismo, el Perú, además de ocupar el tercer lugar en casos de violación sexual en el mundo, también es el tercer país del continente americano con mayor índice de trata de personas, conforme lo señaló la Defensoría del Pueblo. En atención a ello, vemos cómo las trabajadoras de hogar y una de sus problemáticas forman parte de una arista de un problema mucho mayor que evidencia, nuevamente, la falta de un interés del Estado hacia las mujeres.

Las mujeres que trabajan en los hogares, por lo general, son víctimas de explotación laboral, pues tienen que estar dispuestas, si es “cama adentro”, las veinticuatro horas del día; además, las condiciones de vida que llevan son diferentes a las de los demás residentes del hogar, muchas veces tienen escasa alimentación, no tienen salario o tienen uno paupérrimo, se encuentran limitadas de su libertad condenadas al encierro, no tienen acceso a la educación y no son valoradas en igualdad. Sin embargo, como si todo ello no bastara, más allá del sometimiento a niveles esclavizantes, son víctimas de violaciones sexuales y tratos degradantes plasmados mediante maltratos físicos y psicológicos por los propios integrantes del hogar al que prestan servicios.

Por lo tanto, si bien las mujeres hemos alcanzado un alto desarrollo organizacional y colectivo que nos permite luchar por los derechos que nos son afectados, debemos tomar como principal reflexión que no podemos sentirnos mujeres empoderadas si permitimos que permanezcan las estructuras sociales que no admitan el empoderamiento de las demás mujeres. Es por ello que no me imagino a alguna mujer que se considere parte de la lucha feminista y que a su vez someta a otras mujeres a trabajos del hogar en condiciones indignas, o mejor dicho sí me las imagino y las he percibido, pero no me cabe en la cabeza que el discurso de igualdad no sea aplicado desde nuestras propias esferas de vida, la cual no involucra únicamente nuestra propia individualidad sino también todo aquello que nos rodea.

Las trabajadoras del hogar están asumiendo la carga social de los vacíos que han quedado en el proceso de emancipación de muchas mujeres con mayores oportunidades que se liberaron de la realización de actividades del hogar, lo cual evidencia que aún no hemos superado esa problemática, sino que por el contrario nos queda mucho trabajo por realizar. Si bien es cierto, nuestra lucha lleva consigo romper con esos esquemas estereotipados de la mujer como encargada de las tareas del hogar no podemos pensar que la salida es trasladar estas a mujeres en condiciones más desventajosas que la nuestra, es necesario entender que toda persona debe asumir, en principio, la realización de las actividades básicas de sus propias necesidades más básicas.

La humanidad ha superado la esclavitud, al menos en los niveles registrados en épocas anteriores, pues antes había seres humanos que hasta les limpiaban a otros después de excretar; hecho que seguramente hoy nos indignaría, pero nos muestra que las acciones cotidianas de nuestras vidas deben ser asumidas por cada una de nosotras y nosotros. En esa línea, si ensuciamos, limpiamos, si tenemos hambre, cocinamos, si deseamos vestirnos, lavamos y planchamos y así con todo aquello que atienda a nuestras necesidades más primarias, lo cual debe ser realizado de manera colectiva, acorde a la capacidad de asunción de responsabilidad de cada integrante del hogar. Sin embargo, si vamos en el sentido de que la liberación de los roles de género que cuestionamos implica trasladar la carga de estos a otras mujeres, víctimas de la desigualdad social, entonces no iremos hacia ningún lado.

Hagamos esa gran reflexión y busquemos no solo el respeto de los derechos de quienes se encuentran en situaciones más vulnerables a las nuestras, sino que además promovamos la erradicación de ciertas labores que, creo yo, ya no deberían darse más.

Mientras tanto, apelar a que, si las trabajadoras del hogar realizan lo que jurídicamente se entiende por trabajo, cuenten con todos los derechos laborales que se reconocen en nuestra Constitución, sobre todo cuando estos dependen de nuestras propias voluntades, pero, además, unámonos a ellas en sus exigencias, tal como la que vienen reclamando desde el año 2011 para que el Estado peruano ratifique de manera inmediata el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Recomendación 201, y así puedan garantizar sus derechos laborales en condiciones de igualdad y no discriminación.

La lucha de las trabajadoras del hogar es gigante y los frentes que ellas mismas han establecido son diversos, existen muchas que aún no pueden siquiera alzar la voz, pero existen otras que de manera organizada hablan por todas ellas, siendo uno de estos espacios de especial valoración y reconocimiento el Sindicato Nacional de Trabajadoras del Hogar del Perú (Sintrahogarp), en donde diversas mujeres como Adelinda Díaz y Paulina Luza, luchan sin cesar porque sus derechos dejen de ser vulnerados. Es momento de contribuir en generar los espacios sociales que hagan viable que ellas, y otras mujeres en mayores condiciones de desigualdad que la nuestra, puedan ser agentes de construcción social y protagonistas del cambio que necesitan.

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