Estoy conviviendo entre heridos de muerte […]
Y me abrazo a tu enojo, a tu juventud sublevada
Y estoy orillas de alguna explosión inminente
Daniel F
A la memoria de Inti Sotelo
Texto: Sha Sha Gutiérrez
Escribo esto luego de una noche de insomnio, mientras suena una y otra vez “El día que despertaron todas las estrellas” de Daniel F, buscando desesperadamente algún sentido a este caos desatado en mi interior. El día sábado 14 de noviembre, durante la segunda marcha nacional contra el gobierno de facto de Manuel Merino, la policía asesinó a Inti Sotelo y Bryan Pintado, dos jóvenes estudiantes que, como yo y tantos otros, tomamos las calles para expresar nuestro rechazo por el gobierno del hoy exmandatario Merino, acusado e investigado por abuso de autoridad, graves violaciones a los derechos humanos y presuntas desapariciones forzadas.
Inti fue mi compañero de colegio. Compartimos aula por unas cuantas semanas hasta que lo derivaron a otra sección. No recuerdo haber cruzado palabra con él, debido a mi timidez, pero sí recuerdo su rostro y su nombre –sobre todo su nombre–, porque de los 60 alumnos que éramos, solo tres teníamos nombres en quechua: Inti; Quilla, su hermana melliza; y yo (‘Sasa’, como mi familia me llama, significa ‘difícil’). Nuestros nombres se deben al vínculo de nuestros padres con la cultura y la cosmovisión andina. Yo no crecí en un espacio católico, porque mis padres pertenecían a una asociación cultural que promovía la reivindicación de «nuestras raíces culturales». En lugar de orarle a Dios, recuerdo cómo mi mamá me hablaba sobre la dualidad andina y lo importante que era guardarle respeto a Tayta Inti (‘Padre Sol’) y Mama Quilla (‘Madre Luna’). Por ello, me sorprendió gratamente encontrarme con un Inti y una Quilla en el colegio. Sentía que compartíamos algo especial –anómalo en esa escuela laica que te obligaba a rezar cada lunes por la mañana–, sentía que nuestra herencia nominal y familiar nos unía o incluso emparentaba, aunque fuera en secreto.
Cuando asesinaron a Inti, yo me encontraba en el jirón Lampa, en el Cercado de Lima, a una cuadra de la estación Colmena y a tres cuadras del Parque Universitario, lugar donde se desplegó con mayor violencia la represión policial y donde hoy, en los exteriores del parque, se rinde homenaje a Inti y Bryan y, a su vez, se exige a través de pancartas la búsqueda inmediata de los desaparecidos.
Recuerdo que la noche del sábado la policía arrojaba bombas lacrimógenas cada cinco u ocho minutos, pero muchos de los manifestantes –entre ellos, el bloque al que pertenecía– habíamos ido preparados y esparcíamos agua con bicarbonato de sodio en un spray para despejar el gas. Dos de mis compañeros avanzaron hasta la estación Colmena para auxiliar a los de la primera línea y apoyar en la desactivación de las bombas. Yo me quedé una cuadra atrás, con un spray en una mano y, con la otra, sosteniendo un paquete de paños con vinagre para repartir a quienes lo necesitaban. Otros apoyaban con las palabras, infundiendo calma a los manifestantes que, apretados los unos a los otros, se desesperaban por avanzar hacia atrás para alejarse rápidamente del estrépito y el efecto de las lacrimógenas. El miedo estaba allí, en el aire, en nuestros ojos, porque sabíamos cómo podía actuar reprimir la policía, pero las arengas contra el gobierno seguían sonando y los carteles seguían ahí, ondeando como banderas. Banderas que, como los cuerpos de Inti, Bryan y muchos otros, fueron acribilladas y, por ello, hoy estamos de duelo nacional. Yo, a mi manera, estoy atravesando un duelo personal por Inti. Busco en poemas y canciones alguna respuesta a este absurdo, a esta falta y, si antes me acompañaban temas como “Me gustan los estudiantes” de Violeta Parra o “El pueblo unido jamás será vencido” de Quillapayún, hoy me acompañan “Flor de retama” de Martina Portocarrero o “El día que despertaron todas las estrellas” de Daniel F, temas más asociados al duelo, la pérdida y el dolor.
Por ello, hay algo que me desconcierta y genera cierta sospecha y es cómo, desde los medios de comunicación y la población en general, se exaltan las figuras de Inti y Bryan como héroes de la nación. Incluso se viralizó por las redes un dibujo donde ellos, en el cielo, se reúnen con Miguel Grau y Francisco Bolognesi, en el panteón de los héroes patrios, con amplias sonrisas y la cabeza en alto (¿así es como construimos nación?). Pero lo cierto es que murieron de forma cruenta –no puedo olvidar la imagen de Inti en silla de ruedas, inconsciente y con la cabeza pendiendo sin fuerza hacia atrás, camino al Hospital Grau– y sus vidas –sus proyectos, sus deseos, ¡solo tenían 22 y 24 años!– se paralizaron para siempre y dejan un dolor insondable en sus familiares y aquellos que los conocieron.
Aún puedo escuchar las sirenas de las ambulancias que ingresaban y salían del jirón Lampa, cómo nos abríamos paso para dejarlos circular a ellas y a la brigada médica. Bryan e Inti, en este contexto, no fueron asesinados por el covid-19, fueron asesinados por el Estado, sus fuerzas policiales y el sistema neoliberal que heredamos de la dictadura de Fujimori. Fueron el Estado y su institución policial –fue este sistema envilecido por décadas de corrupción– quienes dispararon a quemarropa a jóvenes desarmados que ejercieron su derecho legítimo a la protesta. Pude haber sido yo. Pudiste haber sido tú. De alguna forma, lo fuimos. Algo se perdió con la muerte de Inti y Bryan, algo que no podemos cubrir con la mera romantización de su partida. Recordemos cómo y por qué murieron, veamos más allá de la romantización y vayamos a la raíz –o raíces– del problema. No es solo Merino, no es solo Vizarra: es el sistema y su lógica neoliberal.
No basta con que hayamos ejercido presión social y mediática para que Merino finalmente renuncie al cargo, hay mucho más por exigir. Varios peruanos y peruanas salieron a las calles o, desde sus casas, celebraron esta noticia al ritmo del himno nacional o alguna canción criolla. Para mí, no hay nada que celebrar. Se perdieron a dos compañeros, hay heridos de gravedad y personas aún desaparecidas. El Congreso nuevamente quiere actuar en beneficio de intereses personales y partidarios. Urge un cambio de constitución. Urge seguir manifestándonos.
El sábado fue mi compañero de colegio y yo tomé conocimiento de ello a la mañana del día siguiente, por los mensajes de texto de mis amigos. Entendí, entonces, por qué las cacerolas no dejaban de sonar entre las diez y pasada las once de la noche: era por Inti, era por Bryan y, como dijo uno de mis amigos, el golpe insistente de los cucharones contra las cacerolas, por la avenida Brasil, tenía un sonido similar a gotas. Gotas de lluvia o lágrimas que impactan contra el suelo: clac clac clac. Sabía que habíamos perdido a compañeros durante la manifestación, vimos a la policía tomar la Plaza San Martín y acercarse con sus cascos, sus escudos, sus bombas y sus perdigones de plomo hacia nosotros. Pero no sabíamos la identidad de los abatidos. No sabía que varios de mis compañeros de colegio salieron a protestar y regresaron heridos a sus casas o, en el peor de la escenarios, no volvieron.
Entonces, vuelvo a pensar en la pregunta que planteé al inicio de esta columna: ¿a qué precio nos volvemos héroes? ¿Tenemos que morir –y de una manera tan atroz, tan inhumana– para que nuestras demandas sean escuchadas y atendidas? Nos llaman, con cierto orgullo nacional, la ‘generación del bicentenario’, la ‘juventud que despertó’ –en redes, incluso se cita a González Prada–, pero yo no puedo ni quiero abrazar ese orgullo tan seguro de sí mismo ni tampoco soy capaz de participar en el proceso de romantización de personas que, al momento y luego de sufrir el impacto de los perdigones en sus cuerpos, no sonrieron ni levantaron el rostro en dirección a Francisco Bolognesi y Miguel Grau. Nos arrebataron a dos personas de la peor manera posible y debemos exigir justicia por ellos, por sus familias –que, en el caso de la familia de Inti, fue acosada por agentes policiales– y por todos nosotros. Tal como declaró Vallejo, hay, hermanos, muchísimo que hacer.