Mano Alzada
Opinión, Política

Soñando otro país: ¿debemos cambiar la Constitución de 1993?

La Constitución es un cuerpo normativo de carácter jurídico político donde se encuentran los derechos fundamentales de los ciudadanos y las ciudadanas. En ella se establecen mecanismos de tutela y protección para estos derechos, se limita el ejercicio del poder institucional, la separación de poderes e incluso se consigna cuál es el modelo económico que servirá de base para construir un país.

La Constitución es la identidad de una comunidad política, es decir, de un conjunto de personas que comparten ciertos elementos culturales comunes, una historia compartida y un sentido de pertenencia e identificación, es el andamiaje que sostiene la democracia, es la norma fundamental que nos rige. No debe nacer de la imposición, no puede estar hecha a espaldas de la comunidad política sino, por el contrario, debe responder a sus exigencias, anhelos, sueños y objetivos comunes.

Diferente a lo que creemos, las constituciones no son intocables, son acuerdos de los miembros de la comunidad política que se fijan en un contexto histórico determinado, es por eso que cuando surgen cambios en la sociedad y las exigencias ciudadanas evolucionan o buscan otros caminos, las constituciones se reforman o se cambian.

Si bien, la Constitución de 1993 no es exactamente la misma que se aprobara hace casi tres décadas, porque la ciudadanía ha logrado que se realicen reformas políticas y judiciales en el Congreso, aún ante la resistencia y mala gana de muchos congresistas, no fue hecha en medio de un debate entre diferentes visiones de país, ni ante la atenta mirada de una comunidad que pedía cambios y emplazaba al país a ser una democracia real y viva.  Por el contrario, surgió para legitimar el golpe de Estado del 5 de abril de 1992, fue hecha a la medida de un gobierno autoritario, es el signo y el legado de Alberto Fujimori.

Recordemos que Fujimori aprovechó el descontento popular, el miedo de la ciudadanía en medio del conflicto armado interno y la crisis económica para dar un autogolpe, desmantelar los partidos políticos de oposición, violar derechos humanos y hacerse de los otros poderes del Estado. En el Congreso Constituyente Democrático que se encargó de redactar la Constitución de 1993, el partido fujimorista, Cambio 90-Nueva Mayoría, tomó 43 de los 80 escaños, y el Movimiento Renovación, afín a Fujimori, tomó seis escaños, consolidándose una mayoría que si bien fue elegida por voto popular no buscaba llevar las exigencias de la ciudadanía a ese proceso constituyente. De hecho, muchos peruanos y peruanas en aquel momento desconocían en qué consistía el proceso constituyente y las implicancias del cambio constitucional.

Uno de los temas que se aprobó en la Constitución fujimorista fue la reelección inmediata del presidente, algo que la Constitución de 1979 prohibía y que ha sido materia de una reforma tras la caída de Fujimori. Otra diferencia sustancial entre ambas constituciones que nos permitirá entender las verdaderas razones de aquel proceso constituyente liderado por Fujimori es que, mientras la Constitución de 1979 señalaba que el Perú era un Estado Social Democrático, con mención a la justicia social y la redistribución de la riqueza buscando reducir las brechas que separaban a los peruanos y las peruanas, la Constitución de 1993 apostaba por el llamado Estado Social de Mercado, lo que se traduce en la liberalización económica, protección de mercados libres e inversión privada. Por ejemplo, señala que “mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente”, lo que entraña la imposibilidad del Estado de renegociar contratos y establecer acuerdos justos con las transnacionales y grandes empresas mineras y petroleras en el país.

El Estado quedó relegado a un papel subsidiario, donde una minoría con poder económico puede atropellar los derechos de ciudadanos y ciudadana, con gran inestabilidad y falta de institucionalidad democrática. El desmantelamiento del Estado y de las responsabilidades gubernamentales de cubrir las necesidades básicas de la ciudadanía tuvieron un sentido claro: el de privatizar diversas empresas públicas, precarizar el trabajo y favorecer el lucro en la educación y la salud.

El momento que vivimos y la aparición de nuevas exigencias por parte de la comunidad política, cada vez más diversa y batallando por el reconocimiento y garantía de nuevos derechos, hacen necesario discutir no solo la legitimidad de la Constitución de 1993, sino aquello que establece y que ha servido como base para la existencia de un sistema injusto que se ha ido afianzando mientras se escondían muertos y heridos bajo la alfombra.

Es importante cuestionarnos cómo construir un país distinto, donde todos y todas seamos iguales en derechos, donde sea reconocida la diversidad familiar, donde el Estado deje de tener las manos atadas y pueda realmente garantizar educación y salud públicas y de calidad, donde podamos renegociar contratos injustos que impiden que tengamos más recursos para luchar contra la pobreza y el hambre, donde los derechos de las comunidades indígenas y nuestro derecho a un ambiente saludable se encuentren garantizados, donde se asegure que ese país que presume de su diversidad, realmente la proteja.

Necesitamos, a puertas del bicentenario, una Constitución nueva que nazca de un proceso constituyente democrático que no esté hecho a la medida de una figura autoritaria y corrupta, sino que recoja nuestras visiones de país y podamos sentirnos identificados y orgullosos de sabernos ciudadanos de una República llamada Perú.

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