Kinra, la ópera prima de un equipo encabezado por el director cusqueño Marco Panatonic, tiene varios inicios. Uno que dura media hora aproximadamente, en donde vemos la relación que tiene Atoq con su madre y el lugar donde viven. Otro que empieza cuando Atoq va a la ciudad a trabajar y estudiar, y afianza su amistad con un antiguo compañero de escuela. El tercero, cuando regresa a su pueblo y decide que ahí está su futuro.

Podríamos decir que son tres momentos del itinerario de vida de un joven que, -a diferencia de otros personajes de películas que reflejan a personas andinas, como el protagonista de Manco Cápac, la niña Yanawara o la mujer que pierde a su bebé de Canción sin nombre, personajes que casi no hablan o son mudos-, habla, tiene agencia y una familia que lo ama. Es un joven integrado en su comunidad, con una amorosa relación con su madre, y a quien su hermana quiere, protege y ayuda.

Atoq no está disociado de su comunidad, no enfrenta una situación problemática con su familia, no tiene un trauma del pasado, o por lo menos no es visible, a pesar de que no tiene un padre o una imagen masculina a resaltar, o tal vez gracias a eso. Esto lo podemos comprobar en dos escenas fuera de campo en donde escuchamos disputas de pareja, en ellas, las mujeres discuten con los hombres de tú a tú, ninguna se deja humillar o claudica en lo que exige, la primera para que el padre no golpee a su hijo, la segunda para poder tener autonomía en sus actos, esto es salir a bailar y beber sin que la controlen.

A diferencia, también, de cómo han sido representadas las mujeres andinas en el cine peruano, sobre todo por directores/as de Lima, como personajes sufrientes, limitados, opacos y más subalternos que los subalternos, o en papeles secundarios como servidumbre o marginales-delincuenciales, nos encontramos aquí ante representaciones más fidedignas de la experiencia femenina andina, una que es capaz de sostener a la familia desde hace muchos siglos, como cualquier recorrido por la historia certifica, y forjar la vida de su prole para que se desarrollen sanamente, a pesar de todas las carencias que pueden atravesar; así, aprenden a amar la tierra en donde nacen, la comida que produce sus campos, y sus tradiciones, lo que no implica para nada una reificación de la imagen femenina, pues también tienen sus propias contradicciones, como se observa en la discusión en el bus, o en las dinámicas entre él y su hermana, quien tiene experiencias opuestas y su futuro es otro, e incluso en la mujer que toma el taxi que maneja temporalmente Atoqcha. El martirologio aquí no está presente.

Atoq, entonces, no se enfrenta a la construcción de su masculinidad, tema recurrente en muchas películas que tratan de la vida de jóvenes buscando su lugar en el mundo, y eso evita que se coloque un componente amoroso en su recorrido, no necesita a una mujer como puente para la empatía que tiene que forjar con el mundo, porque ya su madre y las mujeres que lo rodean cumplieron ese papel. Atoq ha desarrollado una identidad comunitaria y por eso puede afianzar una relación fraternal con Richar, su amigo de colegio, con quien sueña ingresar a la universidad mientras trabajan, y sentirse luego cómodo regresando a su pueblo para establecerse ahí.

Es en el desarrollo de su amistad con Richar en donde se encuentra el núcleo de la película y su verdad. Al construir su masculinidad, los hombres tienen que probar que lo son, para ello deben descartar de sus vidas cualquier característica o valor que los ligue a la feminidad, censurando formas de cuidado y ternura, e intercambiándolas por formas de violencia a diferentes niveles, así como deben aprender a cosificar a las mujeres. Nada de eso se observa entre Atoq y Richar, ellos no son cómplices en la devastación de las mujeres, ellos están ahí superando juntos otros problemas igual de pesados y sutiles, el racismo estructural, por ejemplo, que les quita oportunidades a personas quechuahablantes de estudiar en la universidad o de tener un DNI con su nombre correcto, que los orilla a trabajos de servicio si no logran sortear estos obstáculos.

Esa amistad es lo que le permite a Atoq vivir cuando se queda solo, es la que construye su masculinidad y es la que le da esperanzas de futuro. Juntos, ellos pueden ver que ese futuro que les han pintado como soñado, te aliena, te aleja de la comunidad, te hace mirar con desprecio aquello que debes mirar con amor y te envilece. El ingeniero que viene de la ciudad trae consigo lo peor de la urbe, su vida no es envidiable, su presencia no es agradable y, a pesar de las continuas formas de reconocimiento que surgen hacia sus conocimientos por parte de quien en ese momento paga su presencia y su sueldo, eso no evita que sea juzgado por quienes pusieron los ladrillos de la casa que diseñó y que su carro sea orinado. Es en esa pequeña venganza en donde vemos que la otredad ha cambiado de bando, que los vínculos comunitarios fuertes los han salvado, y que escoger el campo a la ciudad nunca será un error.

El dato

La película, hablada completamente en quechua, con actuaciones naturales y un metraje que se da tiempo para reconocer paisajes, recorridos, espacios, experiencias y emociones entre Cusco y Chumbivilcas, ha ganado el premio mayor del 38° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, uno de los más prestigiosos de Latinoamérica y se estrena este 14 de noviembre en cines peruanos.