Escribe Sophia Gómez Cardeña
La relación madre-hija, quienes transitan entre roles hostiles, asfixiantes e intercambiables, es la trama central de Las siamesas, película argentina dirigida y escrita por Paula Hernández, y que se puede ver en el 25 Festival de Cine de Lima.
La hija, Estela, tiene un nombre que evoca ya algo de lo que es para la madre a lo largo de la historia: una mujer, sí; pero también un rastro, una señal, una sombra de algo más. La madre, de quien solo nos enteramos del nombre hacia la mitad de la película, es una madre-toda, sin límites: la que da la vida, pero también la que cobra un precio muy alto por ese regalo. ¿Y cuál es ese precio? La imposibilidad de una existencia independiente a ella.
Las actuaciones magistrales de Rita Cortes (la madre) y Valeria Lois (Estela), quienes junto con Sergio Prina (primo) dan una hermosa precisión a la historia. Además, otro acierto del film es mostrar, a través de escenas tanto explícitas como sutiles, el horror de esta fusión (de la existencia de las siamesas), pero también cierta ternura que habita, a pesar de todo, entre ambas. Y es que en una época en la que parece que los vínculos solo pueden tener un color, en Las siamesas vemos el afecto en una paleta amplia -amplísima- de colores.
La película inicia con una imagen de Estela, de mañana, en la penumbra de un dormitorio muy pequeño. La cama de una plaza, la decoración del espacio, la luz que apenas entra por las persianas: todos los elementos evocan encierro y un profundo cansancio. Un cenicero con un par de cigarros apagados sobre el fondo de dos gatitos, entre otras características de Estela (su ropa de aire noventero, sus juegos con la niña en la cafetería, la forma de responder con evasivas sobre su relación con el taxista) la retratan como lo que es: una mujer de cuarenta años que aún no ha podido crecer.
En otra habitación, la madre inicia el día arreglándose: elige la ropa, la peluca, toma una pastilla. Llama a Estela, con una urgencia que no es de ese momento. Este llamado se repetirá, de distintas formas, durante toda la historia: a través de reclamos, de insultos, de delirios de daño. No exige solamente su atención: exige la totalidad de su existencia. Estela no puede vivir si no es para su madre.
La posibilidad de separación de las siamesas es disparada por un hecho fortuito: el padre de Estela fallece y le deja en herencia dos departamentos en otra ciudad. Este es el resorte de la historia: Estela decide ir a ver los departamentos y su madre insiste en acompañarla en un viaje en bus.
Ese viaje -el traslado en sí, pero también las decisiones que se toman alrededor de la herencia- representa la posibilidad de romper el mundo de simbiosis en el que ambas viven y proponer otro tipo de vínculo. Pero bien es sabido que los intentos de separar siameses tienen un riesgo de fondo: que solo uno sobreviva. Ante este temor, la madre se opondrá, férreamente, a que ese “nosotras” termine, sin imaginar que se enfrentará a un obstáculo no previsto: Primo, el conductor del viaje.
Es en esas horas compartidas dentro del bus que conocemos cómo es que la madre ha cercado la vida de su hija, no sin su consentimiento, a lo largo del tiempo: celebra con champagne cuando Estela se separa de algún novio, cuestiona las elecciones de pareja de su hija, desprecia al padre de Estela, insulta y sospecha de todo aquel que quiera acercarse a ella, pues esto implicaría el riesgo de romper esa diada. “No quiero que te hagan daño”, dice la madre en algún momento de la historia, aunque estas palabras en realidad significan “no quiero que seas fuera de mí”. La ausencia de un tercero en la vida de Estela (un padre, una pareja, un hijo, un oficio), de algo que rompa la dualidad, se hace más aguda a raíz de los cuidados de salud que exige la madre: exige que su hija esté pendiente de su sobrevivencia, poniéndola en riesgo cuando sea necesario para lograr su cometido y culpándola cuando no se comporte como debe.
El desenlace es motivado por otro hecho fortuito: el bus en el que viajan sufre un desperfecto de madrugada y ya no pueden continuar. Los fantasmas de daño se disparan en la madre, y Estela, harta, trata de hacerla entrar en razón. Esa discusión libera la tensión que se sostenía durante todo el trayecto: del viaje, de la propia vida. Estela quiere vivir en esa otra ciudad, colocar una distancia gracias a los departamentos que heredó, defender a su difunto padre de los insultos, y la madre ensaya una última maniobra: “tu padre te quiso abortar, ¿sabías?”. Esa frase dispara todo. En medio de esa carretera oscura, bajo una tormenta terrible, las siamesas dejarán de serlo.