Mano Alzada
Memoria, Opinión, Política

Las memorias en jaque: a XXI años de la CVR

José Ramos López, antropólogo UNSCH

El largo camino de construcción de una sociedad posconflicto que pueda tener la capacidad de sacar lecciones del pasado a fin de transformar las injusticias ha sido un campo de poder en constante disputa. El Conflicto Armado Interno (1980-2000) fue un escenario de violación sistemática a los derechos humanos producido por agentes del Estado y los grupos alzados en armas (Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), que aún sus impactos se experimentan en la vida cotidiana.

¿Por qué hace más eco el “terruco”, “militar” o “víctima inocente” cuando se habla sobre la violencia reciente? Porque la forma de organizar el pasado, darle un significado y hacer uso de ella son parte de la construcción de la memoria. Así, cuando escuchamos que las víctimas de la violencia política no solo han sido las poblaciones rurales, sino también los militares que tuvieron el mandato de defender la patria frente a un “enemigo sin uniforme ni cuartel”, podemos ver las luchas políticas del uso del pasado para legitimar su participación. En otras palabras, frases como “los militares han pacificado el campo”, “cometieron excesos, pero ganaron la guerra”, entre otras, condensan aquella memoria salvadora que se erige minimizando las atrocidades cometidas frente a poblaciones indígenas.

No solo se trata de discursos de congresistas o militares que recuerdan el rol de las Fuerzas Armadas en la guerra para “defender la patria”, sino también de los efectos que genera su consolidación política tales como: deshumanizar al otro mediante el “terruqueo”, defender su legitimidad determinando los contenidos en la currícula educativa, aprobar normativas que les garantice la impunidad -Ley 32107, que establece la no sanción de los delitos de lesa humanidad por hechos cometidos antes de julio de 2002, aprobado en agosto del presente año- entre otras. La memoria salvadora dota de reconocimiento a los militares y al fujimorismo, otorgándoles el poder de relegar otras voces que recuerdan y silenciarlas.

A XXI años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), cuya finalidad fue comprender las razones del conflicto a fin de brindar recomendaciones al Estado en clave de construir una sociedad democrática, justa y con conciencia histórica, el campo de las memorias en plural está en jaque.

El panorama actual nos muestra un retroceso en los trabajos de memoria debido a las modificatorias y la desarticulación de los estándares internacionales humanitarios tales como el acceso a la verdad, justicia, reparación y promoción de la memoria. Sin embargo, los abusos del pasado para justificar proyectos políticos como la militarización, criminalización de la protesta, creación del enemigo interno y prescriptibilidad de los crímenes de guerra producen situaciones de desigualdad, revictimización, continuidad de la violencia y simplificación del conflicto armado interno en perdedores y ganadores. En otras palabras, se constituye como una contramemoria porque se basa en formas sofisticadas de borramiento, silenciamiento, promoción de discursos de odio, extensión del poder jerárquico determinante en quién tiene legitimidad de hacer memoria, qué tipo de memoria y cómo se enlaza con los imaginarios nacionales del miedo al otro distinto y diverso.  

En ese sentido, los ataques a los lugares de memoria de las 69 mil víctimas como el Ojo que Llora, se inscriben en las contramemorias fundadas en el negacionismo y la deshumanización, las que dificultan el diálogo de las diversas memorias. Entonces, ¿qué desafíos son necesarios para salir del jaque de la memoria negacionista?, ¿cuál es el rol de la ciudadanía en la comprensión del pasado mediante la memoria en plural? o ¿cómo la memoria puede ayudar a transformar la sociedad? Si descentramos la mirada a aquellas iniciativas de la sociedad civil organizada -como las organizaciones de víctimas y afectados- en sus apuestas de promover la memoria responsable mediante distintos mecanismos que van desde el ejercicio de ciudadanía, conmemoración, producción de artefactos culturales como tablas de Sarhua, retablos ayacuchanos, telas bordadas y la gestión de lugares de memoria. Un caso emblemático es la gobernanza del territorio a nombre de la memoria de los desaparecidos expresada en La Hoyada: Santuario de la Memoria en Ayacucho, promovida por la Asociación de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Peru (ANFASEP). En tal sentido, las memorias locales se convierten en un lugar de resistencia con acción política, productora de vida, reconocimiento y representación de sus voces pudiendo ser aymara, quechua, matsigenka o asháninka que inciden en la esfera pública. Las oralidades se abren paso posibilitando que los secretos públicos se transmitan intergeneracionalmente dentro de la familia. Son voces presentes hecho memorias que instan la humanidad, ética y ser runa (persona). Además, la memoria es generadora de vida, contiene lecciones sobre el pasado-presente-futuro con potencialidad de transformar la realidad y recomponer el tejido social.

Foto de portada: conmemoración de los desaparecidos en La Hoyada, Santuario de la Memoria de José Ramos López.

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