Cuando pensamos en el deplorable acto que materializa una violación sexual, inmediatamente nos cargamos de diversas emociones y sinsabores que pueden plasmarse en indignación, furia y asco; y si bien existen casos en los cuales se identifica al violador y generamos nuestro total repudio y rechazo hacia ese ser; de manera casi generalizada la atención total se vuelca hacia la víctima: “la violada”.
En el mejor de los casos la atención prestada a la víctima es de compasión, empatía y un conjunto de sentimientos difíciles de adjetivar, pero que trasladan ese sentir de dolor y solidaridad, pero en muchos otros, propios de una estructura social machista, la atención prestada a la víctima será para sancionarla socialmente, cuestionarla y hasta culpabilizarla de su desgracia. Se preguntarán, ¿qué hacía a esa hora en la calle?, ¿por qué fue al hotel con el muchacho?, ella se lo buscó, ¿cómo estaba vestida?, ¿había bebido?, e incluso si se trata de niñas o adolescentes les dirán que son agrandadas, que seguro andaban de veletas buscando atención, que ya eran bien sabiditas y se daban cuenta de lo ocurrido, que lo único que tienen de niña es la cara, o que son una fiel imitación de la madre, o que la culpa es de la madre por no estar ahí las 24 horas del día. Y es que siempre recuerden esto: la mujer tendrá la culpa.
Denunciar y alzar la voz ante una violación sexual es sumamente difícil e incluso muy doloroso, porque vincula a un aspecto tan personal y sensible como la libertad sexual con la estrecha relación de la idolatría machista existente en nuestra sociedad respecto a la virginidad de la mujer como elemento esencial para valoración de la misma, y por tal motivo hablar fuerte sobre el tema es aceptar ante los demás que tu valor de mujer ha sido totalmente menoscabado. No importa el cómo, solo quedará en la colectividad que esa mujer, sea cual sea su edad, está “dañadita” y no tiene igual valor que otra mujer “pura”.
Bajo esos tóxicos esquemas conservadores, las mujeres que deciden hablar, han superado mil y una barreras internas para que su dolor no las carcoma en silencio y su grito de auxilio les devuelva la dignidad que les ha sido arrebatada de la manera más vil y cruel, solicitando una justa sanción hacia su violador. Una mujer que ha atravesado una odisea por su renuncia al silencio, es una mujer que ha ganado una primera gran batalla y merece ser, por lo menos, escuchada, atendida y no juzgada. No obstante, sucede que la misma sociedad que incentiva a las mujeres a no callar, se encarga de apedrear de las mil formas posibles a quienes de manera valiente denuncian lo ocurrido.
¡Qué difícil es denunciar una violación sexual bajo el amparo del conservadurismo nefasto que bloquea las libertades y reduce a una mujer a su vagina! Sin embargo, ¿se imaginan que, aunado a ello, la denuncia sea en contra de una persona que forma parte de tu vida? Más difícil, ¿verdad?
Considero que hace bastante es momento de girar la cabeza y dejar de ver a la víctima para comenzar a centrar nuestra atención en el victimario. Puesto que, todo mecanismo de las mujeres por sobrevivir a la violencia sexual se reduce a fomentar el cuidado excesivo de nosotras mismas y no en el cese de las conductas machistas que, para efecto de este análisis, se materializan en las agresiones sexuales.
¿Quién es el violador?
El violador no es un don nadie, es un sujeto que tiene una vida, a veces calmada o a veces activa.
El violador no siempre es el sujeto raro que viven bajo el puente y no tiene vínculos amicales ni familiares y se encuentra carente de identificación.
El violador no es ese señor extraño que apareció de la nada y vino a irrumpir el espacio social con su acto violento.
El violador es un tipo “normal”, con una vida propia, es el tipo chévere, es el goleador de las pichangas, es el que pone la chancha para el trago con los amigos, es el bacán de la chamba, es el bailarín que arma el tono, es el que ganó un diploma por excelencia académica, es el que ayudó al viejito a cruzar la pista, es el gracioso que hace reír a la gente en el salón, es el que es capazo dando una cátedra, es el que desarrolló un aplicativo ingenioso tecnológico, es el que hace la chocolatada para los niños pobres en Navidad, es el que regala rosas y ositos de peluche, es el que sale en los programas de farándula y tiene mil likes, es el que ganó el reconocimiento al colaborador del mes, etc.
El violador vive en una casa, tiene familia, tiene seres queridos, tiene amigos y amigas y gente que le quiere; gente a su alrededor al que este puede querer bien, como también violentar.
El violador no es el extraño, necesariamente, el violador, de acuerdo con la mayoría de las cifras de las denuncias realizadas por las mujeres víctimas del asqueroso acto de violación sexual registradas por el Ministerio de la Mujer, es ese sujeto que forma parte de la esfera de confianza más cercana.
El violador es el papá, el hermano, el tío, el abuelo, el padrino, el primo, el padrastro, el cuñado, el maestro, el jefe, el amigo, el vecino, el colega, el compañero, e incluso la propia pareja. Es ese ser cercano en el que depositas tu confianza y al que tal vez le puedas tener el más especial de los cariños o respeto al menos, y que, aprovechándose precisamente de esa relación, doblega tu voluntad y te somete a sus más profundos y sucios deseos sexuales.
¿Cómo denunciar a ese ser al que quieres o a ese ser al que sentías respetar y que forma parte de tu vida cotidiana? Es fácil, no, y no sólo no es fácil, es de lo más difícil que puede atravesar una mujer que ha sufrido un acto tan indigno como ese.
Y es que esta sociedad machista y misógina ha cimentado una fatal formación en los seres humanos, haciéndoles creer a los hombres que tienen ganado ese poder de conquista, cual territorio, sobre las mujeres, y que la voluntad de estas pasa a segundo plano y pueden, en efecto, hacer con ellas lo que les da la regalada gana. Esta estructura mental colectiva es amparada por hombres y mujeres, y es por esa razón que se apunta a la negación como reacción inmediata ante una denuncia de violación sexual, pues de primer momento, los seres que “conocen” al victimario, que viven inmersos en esta nube tóxica llamada machismo, no son capaces de aceptar que su “amigo”, “hijito”, “padre”, “novio”, etc., sea capaz de un hecho tan despreciable. Luego de ello, en caso aplique, pasarán a justificar el acto, ya sea descalificando a la mujer que alza la voz, o a la creación inmediata del contexto en el cual ocurrió el hecho que crea el ambiente imaginario e irreal que disfraza la violencia en un falso consentimiento y, por último pasarán a justificar el hecho en diagnósticos críticos de enfermedades mentales o más aún, llegan a la ridiculez de apelar a una posesión del maligno que actuó por él.
Es difícil aceptar la realidad, pero es aún más difícil para nosotras las mujeres convivir con el miedo constante de saber que en cualquier espacio de nuestras vidas podemos ser víctimas de violación sexual.
Tal vez, muchas de ustedes compartan estas experiencias y reflexionen ante ello, porque en mi caso yo he crecido bajo las recomendaciones de la desconfianza, en todo, cuidándome de los señores en alguna reunión familiar siendo niña, de los chicos que no conozco bien en una reunión, de los familiares varones incluso y estando alerta a cualquier indicio que me haga sospechar de la posible conducta sexual violenta de un hombre con el que interactúo por cualquier motivo, procurando que nadie toque mi cuerpo si yo no lo deseo.
Recién entiendo a mis tías y su desconfianza y preocupación por verme dormir alguna vez apachurradita con mi hermano al que quiero tanto y con el que llevo una extraordinaria relación, y es que hay realidades tristes en donde eso no puede ser posible sin que la mujer salga lesionada. O la sorpresa y hasta indignación de muchas personas cuando tomaban conocimiento de que en mi casa podíamos salir de la ducha y de manera alborotada ir corriendo calatos o en paños menores por toda la casa mientras nos vestíamos y hacíamos las cosas, pues en otras familias eso no solo no era posible, sino que es simplemente impensable por las perversiones sexuales que ahí se viven.
La situación es clara y es que las violaciones sexuales ocurren en los espacios de los cuales no podemos escapar y a los que incluso necesitamos acudir. No es nuestra responsabilidad cuidarnos todo el tiempo, es obligación de los violadores la de no violar y dejarnos vivir en paz, y no sentir todo el tiempo que vivimos en el océano nadando con tiburones que el cualquier momento vendrán al acecho.
Seguramente hay hombres maravillosos y extraordinarios que jamás harían daño a una mujer y mucho menos serían capaces de violarlas sexualmente, pero nos guste o no, hay demasiado que sí son capaces y lo hacen, y no nos enteramos, y lo ven normal y lo consideran como algo positivo. Mientras no aceptemos esta realidad inminente y nos aferremos a la negación, no podremos jamás dar el siguiente paso de construcción social al amparo de una cultura de paz.
Duele y mucho, pero aceptémoslo el violador, está entre nosotras.