Me rehúso, sí, me niego a convertir mi hogar en una cibercasa, en donde tengamos que estar conectados a la red hasta cuando durmamos.
Las sociedades enteras se han detenido por un virus que es imperceptible a los ojos, pero que, al menor descuido, se nos mete al sistema y nos lleva de la mano directo a la agonía; y, sin embargo, dentro de la pandemia, el gran ojo digital demanda teletrabajar, teleestudiar, televivir, telesentir, telesoñar… producir, distribuir, consumir.
Hace muy poco, estar conectado a WhatsApp, Facebook, Twitter, Instagram, TikTok, Google Meet, Hangout, Houseparty, Zoom, entre otros, significaba ocio, disfrute, relajación.
Ahora, en “tiempos covid”, representa, en muchos casos, convivir con una prótesis virtual para ojos y manos, y una tortura laboral sin tregua.
Se han puesto a pensar en ¿cuándo fue la última vez que escribieron a mano? Yo me he dado cuenta que desde hace un par de años escribo a puño y letra no más que datos sueltos o frases cortas en post-it o bitácoras. Cada vez que produzco textos extensos lo hago directamente en la portátil o desde el celular.
Al hacer un sondeo entre mis familiares y amigos, he notado que existe un hartazgo de la conectividad. Nos hemos convertido en esclavos de un teclado y una pantalla.
Para muestra, un par de botones:
Caso 1: diseñador de 35 años, trabajador estable de una ONG.
Cumplía un horario de oficina de 8:30 a. m. a 5:30 p. m.
Horario en tiempos covid: de 8:00 a. m. en adelante.
Según lo que narra, el chat grupal de la oficina no para ni en madrugada. Le exigen mayor productividad sin respetar sus horarios personales y lo convocan a distintas horas a reuniones en Zoom.
Caso 2: docente de colegio nacional con 25 años de experiencia.
Cumplía un horario de 7:30 a. m. a 1:30 p. m.
Horario en tiempos de covid: de 6:00 a. m. en adelante.
Según lo que narra, la elaboración de sus clases virtuales le toma el doble de trabajo que las sesiones de clases presenciales. Además, debe estar atenta a cualquier hora del día a las dudas que le llegan por el grupo de padres de WhatsApp.
Deducciones: la explotación capitalista ha encontrado en el WhatsApp y en el Zoom su caldo de cultivo.
Las familias estamos recluidas hace semanas y si gozamos de algunos privilegios y no hemos pasado por la desdicha de romper la cuarentena para buscar dinero para alimentarnos, seguramente ya agotamos las mil formas de entretenernos en casa.
Ya pasaron los días de ludo, charadas, rompecabezas, crucigramas, pupiletras; ya vimos los capítulos de todas las temporadas de las series que nos recomendaron. Ya vaciamos nuestro teclado en la sesión diaria de opinología por redes y, como canta “El Cuarteto de Nos”, cantamos a todo pulmón “Ya no sé qué hacer conmigo”.
¿Acaso está prohibido aburrirse? ¿Acaso es ley estar activos y productivos 24/7?
La sociedad, el Estado, la vida en general nos piden estar “conectados”. Y ¿si rompemos la hiperconexión a la que nos quieren someter? ¿Todavía no nos damos cuenta que nuestras acciones con el planeta lo están devastando?
¿Se animarían, al menos un día a la semana, a apagar su celular, tableta o portátil? ¿Y si revisamos nuestra relación tóxica con las redes?
¿Se imaginan la desestabilización del gran “ojo digital” al darse cuenta que, por un instante, ha dejado de vigilarnos y controlarnos?
Amigos, amigas y amigues, ¿hasta cuándo vamos a seguir tolerando y normalizando el control satelital de nuestros cuerpos?