Fátima Valdivia

Las migraciones han generado grandes transformaciones en los órdenes sociales, políticos, económicos y culturales, tanto a nivel regional como a nivel nacional. En los últimos años, estos masivos cambios en los órdenes sociales y las consecuentes demandas migratorias no han ido a la par de los cambios en las leyes en los países de acogida; la realidad cambia más rápido de lo que nuestras leyes pueden contener. Los cambios también se han dado en el plano social, en las percepciones en el sistema sexo/género[1], y en la construcción de las masculinidades, sobre todo en un contexto de indocumentación. Pero vamos por partes.

El Perú es considerado por su población como un país fundamentalmente machista. ¿Qué significa vivir en un país machista? Vivir en un país donde las relaciones entre hombres y mujeres son desiguales, donde se establecen jerarquías a partir del acceso equitativo -o no- a derechos, un país en donde los mismos espacios públicos sirven para la reproducción de la desigualdad: la crianza (¿acaso en todos lados hay cambiador de pañal en baños de varones?), en la seguridad ciudadana[2], en la educación formal, en el acceso a la justicia[3] (entre otros).

La situación es mucho más grave cuando esta desigualdad la viven personas migrantes sin un estatus legal que les permita vivir con tranquilidad y que, por sobre todo, les permita acceder a justicia. Tal es el caso de mujeres migrantes casadas con peruanos, con hijos en común, que se separaron de ellos por violencia física, psicológica y sexual. Es este sistema sexo/género el que sostiene la violencia, la discriminación[4] y la dificultad en el acceso a la justicia en el caso de las mujeres migrantes maltratadas.

Estas desigualdades y jerarquías se refuerzan si las miramos desde las estrategias desplegadas por las masculinidades hegemónicas. Es decir, aquellas vinculadas a una familia nuclear patriarcal, donde se justifica y se induce [a] la violencia cuando no se sigue el orden natural de las cosas, es decir, lo que ordena el patriarca. Esta violencia se fortalece a partir de la relación que se establece con otras personas sobre quienes se tiene autoridad y propiedad y sobre quienes se tiene capacidad de coacción dado. El uso de la fuerza es uno de los recursos de poder del varón en relación a la mujer; son una advertencia de lo que puede llegar a hacer el varón para imponer su autoridad. Fuerza que utiliza el varón para violentar al otro/a invadiendo su intimidad y provocándole daño físico y/o psicológico, e incluso la muerte.

La violencia hacia las mujeres migrantes se materializa no solo a través de los golpes, sino a través del chantaje a través de lxs hijxs como sinónimo de recurso y de relación de poder. Posterior a la separación de sus parejas varones, ellos suelen desplegar una serie de estrategias que tienen la finalidad de menoscabar la credibilidad de sus exparejas, dejarlas en una situación de mayor vulnerabilidad y que -eventualmente- vuelvan a depender de ellos. Las estrategias de violencia masculina frente a la separación buscan aumentar paulatinamente la situación de vulnerabilidad de las mujeres en cuestión. Estas estrategias masculinas son recursos de poder para poder mantener -y hacer sentir- su superioridad y reproducirla, controlando los cuerpos, la autonomía y la sexualidad de las mujeres. Son estrategias que buscan ejercer violencia y reforzar el recurso del poder sobre ellas y la autoridad masculina.

Veamos algunas:

Aumentar la vulnerabilidad en la vida cotidiana de sus exparejas

Es común que los excónyuges les quiten -e incluso les rompan- los documentos (reconocidos legalmente o no por el Perú) a las mujeres y a sus hijxs[5]. Estando ellas en situación de vulnerabilidad, los excónyuges comienzan a intimidarlas y acosarlas permanentemente: las hacen quedar mal con su entorno acusándolas de prostitutas y/o de personas que no cuidan a sus hijxs, la familia de los excónyuges las acosa y las trata mal. En el caso de que el matrimonio entre el cónyuge peruano y la cónyuge extranjera se haya dado fuera del país, una estrategia recurrente al regresar al Perú es NO inscribirlas en Migraciones. Es decir, tramitar solamente la residencia legal de lxs hijxs.

El juego de poder alrededor de lxs hijxs

En caso lxs hijxs estuvieran quedándose con ellas, buscan ejercer su poder y autoridad no visitando a lxs hijxs, recogiéndolxs, pero devolviéndolxs más allá de la hora acordada, reteniéndolos más días de los acordados. Aún con conciliaciones y sentencias de por medio, los excónyuges dejan de pasar una pensión por alimentos a sus hijxs. Una estrategia bastante común es generar situaciones para que las expulsen del país, o meterlas a la cárcel y quedarse con la custodia legal de lxs hijxs. También las siguen acosando y violentando, acosándolas telefónicamente y amenazando con denunciarlas para que las deporten. Finalmente, los excónyuges les abren varios procesos judiciales -a la vez- bajo las siguientes modalidades: violencia física hacia lxs hijxs, suplantación de identidad, régimen de visitas, secuestro de hijxs, sustracción internacional a niñxs, etc.

La violencia institucionalizada

A pesar de valiosxs funcionarixs públicos que no reproducen situaciones de violencia y desigualdad, el Estado sigue siendo el espacio donde se producen y reproducen discriminaciones, formas de dominación y discriminación de género. En este escenario, las respuestas desde el Estado refuerzan los mandatos de masculinidad hegemónica.

La indocumentación

La situación de indocumentación de las mujeres migrantes genera que las comisarías no les tomen las denuncias (por violencia física o violencia sexual), que los hospitales no acepten atender a sus hijos por no contar con el Documento Nacional de Identidad, que instancias como el Ministerio de la Mujer no atiendan sus casos por su condición de indocumentación. Son varios los funcionarios públicos (desde policías hasta jueces y fiscales) que desconocen que una situación de indocumentación no es sinónimo de ilegalidad, y que sus demandas por justicia pueden y deben ser atendidas[6]. Las instituciones educativas -sin importar si hay orden judicial de por medio- donde estudian lxs hijxs suelen tomar una postura a favor del ciudadano peruano. Frente a esto no permiten que las madres los visiten, les cierran la puerta del colegio en la cara, llaman al padre ni bien llega la madre a visitarlos, las botan de las escuelas, les niegan a sus hijos. Por otro lado, el Poder Judicial vela por los derechos de los excónyuges (peruanos) y no toma en consideración la violencia vivida al momento de tomar decisiones sobre la tenencia: hijxs entregados por el Poder Judicial a los padres peruanos a pesar de que haya violencia (con o sin denuncias de por medio), incluso en casos donde las hijas eran violadas sexualmente por los padres.

Las estrategias desplegadas muestran una especie de pacto tácito entre el ejercicio del poder desde la masculinidad hegemónica y desde la violencia institucional. En este escenario, nuestro sistema de género incluye un modelo de masculinidad que refuerza la desigualdad y la violencia, y que se encuentra inmerso en las prácticas de funcionarixs públicxs.

La violencia ejercida por sus excónyuges es reforzada y continuada en las instancias estatales, quienes siguen considerando al varón como el centro de la unidad familiar, quien debe tomar las decisiones en una familia y quien tiene el monopolio del poder. Los cuerpos de estas mujeres -y los hijos como extensión de ellas- siempre estarán bajo el poder masculino.

La violencia ejercida por las exparejas de nacionalidad peruana a mujeres migrantes (usualmente en situación de indocumentación) se mantiene, se refuerza y es continuada por las instituciones del Estado debido a la masculinidad hegemónica (a nivel individual y social) y al orden de género predominante. En ese sentido, pensar la masculinidad en un contexto de globalización y las migraciones, y las políticas públicas adaptadas a este nuevo contexto, resulta vital.


[1] Término acuñado por Gayle Rubin (1986) en su texto El Tráfico de Mujeres. Notas sobre la ‘economía política’ del sexo.

[2] Según la encuesta 2018 de Lima Cómo Vamos, el 2% consideró como un problema de seguridad ciudadana en Lima el acoso o falta de respeto a las mujeres, y el 16.6% de las personas encuestadas en Lima declaró haber sufrido acoso sexual (recibido silbidos, miradas persistentes e incómodoas, ruidos de besos o gestos vulgares) tanto en la calle como en lugares públicos. Asimismo, el 29.5% de las mujeres encuestadas declaró haber sufrido acoso sexual en el transporte público.

[3] La principal conclusión para el acceso desigual a la justicia es que “El mayor impacto de la corrupción en el acceso a la justicia por parte de las mujeres se da en los delitos de violencia familiar, sexual y trata de personas, por la afectación a su integridad y la mayor vulnerabilidad que presenta la población femenina frente a estos delitos”.

[4] El 16.2% de las personas encuestadas -que residen en Lima- (Lima Cómo Vamos, 2018) manifestaron haber sido discriminadas por ser inmigrantes, el 18.7% por ser mujer y el 13.7% por el color de la piel.

[5] Queda a criterio del funcionario público con el que se topen estas mujeres para que considere esta situación de indocumentación como un acto de ilegalidad o no.

[6] Para mayor información, ver Estudio sobre el perfil socioeconómico de la población venezolana y sus comunidades de acogida: una mirada hacia la inclusión (2019)n y los artículos 7 y 8 del Reglamento del Decreto Legislativo 1350 (nueva Ley de Migraciones).