Si se tiene la seria voluntad de combatir la violencia ciudadana, lo primero que deben pensar las autoridades de todos los niveles de gobierno (local, regional y nacional) es en la prevención, e inmediatamente después en la cultura. No hay mejor herramienta para promover la convivencia sana y pacífica que la gestión de las emociones, la sensibilidad y la creatividad.

El trabajo policial (o de serenazgo) es importante, pero representa un pequeño porcentaje en la sumatoria de estrategias a desarrollar, pues únicamente perseguir y castigar jamás acabará —por ejemplo— con la delincuencia, ya que son muchos los factores que hay que atacar estructuralmente.

Las experiencias de la cultura en la lucha contra la violencia son innumerables. La más cercana y exitosa es la de la Medellín, que logró vencer el terror y la muerte perpetrada por las guerrillas y el narcotráfico, Alcaldía con la que en septiembre, desde la municipalidad de Nuevo Chimbote, establecimos las coordinaciones para firmar un convenio a través de su Agencia de Cooperación Internacional, y que esperamos continúe.

Medellín creó una red de bibliotecas y servicios culturales en las comunas más vulnerables y peligrosas del mundo por aquel entonces (a fines del siglo pasado). Es como si en la zona más insegura de Nuevo Chimbote se erigiera una inmensa biblioteca pública, moderna y diseñada por los mejores arquitectos del mundo, y alrededor de esta se construyeran establecimientos de salud (la salud mental es una de las más urgentes), se desarrollaran talleres de diversificación productiva, innovación tecnológica y emprendimientos, hubieran colegios emblemáticos, hermosos proyectos urbanísticos y sobre todo de involucramiento de quienes habitan este sector.

Una eficiente participación ciudadana implica no únicamente encargarles la labor de vigilancia, sino el diseño, implementación y seguimiento de procesos de cultura viva comunitaria, pues es desde estos que realmente se vinculan los intereses, saberes y sueños de todos y de todas, o sea, del municipio con su municipalidad, que es el edificio donde autoridades, regidores y funcionarios materializan estos.

Solo mediante políticas culturales integrales y transversales a todos los campos de la experiencia humana, se podrán reducir los índices de violencia, pues únicamente instalar cámaras, comprar camionetas o contratar más serenos no impedirá que hombres y mujeres con necesidades económicas, afectivas o identitarias se decidan por la ilegalidad, el daño y la muerte, incluyendo la violencia contra las mujeres, la comunidad LGTBIQ+, el medioambiente, los abusos laborales, el maltrato social o la corrupción; ni promoverá ciudadanas y ciudadanos críticos, creativos ni comprometidos.

Es menester alejarnos de esa idea superficial y reduccionista de que la gestión cultural, pública o privada, significa hacer eventos y shows para mantener «entretenida» a la ciudadanía mediante actividades artísticas, por lo cual es imprescindible contar con profesionales con experiencia y un enfoque intercultural de derechos humanos, además de documentos normativos ágiles que no burocraticen los procesos, y de presupuestos suficientes para llevar a cabo los proyectos.

La precariedad de las instituciones ha precarizado también nuestras ambiciones, pues pensar en una biblioteca, por ejemplo, por cada «polideportivo» (o mejor dicho «monodeportivo», pues solo se practica el fulbito) o peor aun, por cada gimnasio, es descabellado. Pero como recomendaban los franceses el siglo pasado: «¡Seamos realistas, pidamos lo imposible!».