Se puede contar (mejor) la intimidad cuando nos ha pertenecido, cuando ha sido parte de nuestra cotidianidad, cuando ha marcado nuestra infancia, adolescencia y juventud, y cuando nos ha roto de una y mil maneras para volvernos a armar.

Antonio (Antonio Araque), uno de los protagonistas de “Por donde pasa el silencio” (Sandra Romero, 2023), es un hombre que ha roto con su familia y con su pueblo, para poder forjarse un futuro, pero que vuelve como quien arrastra los pies, a ese lugar que lo vio nacer y lo envolvió de melancolía, para ver de nuevo esos rostros conocidos que se le hacen cada vez más lejanos.

Antonio es un hombre roto que vuelve de vez en cuando para armar sus piezas y considerar que no estuvo equivocado al decidir marcharse, y para darle posibilidad de futuro a uno de sus hermanos, de los dos que ha dejado, aunque él todavía no lo sabe.

Y así como Antonio es el futuro, su hermano Javier (Javier Araque), es el pasado que carga con una enfermedad a cuestas, el diferencial de sus vidas. Javier es lo que pudo ser su hermano, una promesa siempre rota, es justamente la imposibilidad, el desasosiego, lo que ata a la tierra, a los padres, a la casa, a los animales, al pueblo. Solo una familia con un enfermo crónico sabe cómo esta se desgasta cada día entre análisis, pastillas y rencores. Un rencor que lleva a la ira continua de Javier, el único que explota continuamente para hacerle saber a su familia la maldición que carga en él, con su vida a medias, su alegría a medias, su descanso a medias. Los demás tienen derecho al silencio, menos él. Exigir cualquier cosa sería una ofensa para ese cuerpo enfermo.

Javier es presentado con agencia, así esta sirva para desestabilizar una fantasmagórica armonía familiar, él recrimina, se solaza en la queja, en su exigencia de autonomía, así sea para morir drogado; y así como ama a sus animales, también los descuida, porque no puede evitar repetir el círculo de indefensión y desamparo que siente que lo rodea, en una familia que ya ha sido vencida por sus exigencias.

Hay un padre roto que bebe solo en un bar, hay una madre rota que ya no sabe cómo lidiar con su hijo enfermo, hay una hermana a la que el trabajo deshumanizado, la incomunicación y el silencio van quebrando cada día. Ella (María Araque), el puente entre sus hermanos, sabe que su destino está anclado a ese pueblo, a esa casa y a esos cuerpos, y no está conforme con eso.

Pero también hay amor, un amor brutal, casi salvaje, un amor como solo es capaz de sentirse cuando no hay palabras que lo expliquen, ese amor de familia que se sabe que existe, que está en el día a día, pero que también te hace dudar continuamente de él, porque a veces no sabes si es amor o violencia, y cada duda sobre ese amor es una traición constante a la familia que te abrazó desde que naciste.

¿Y cómo sabemos que hay amor? Por la forma en que Romero graba esos abrazos, esos besos, esas miradas, esas caricias, como cuando grabamos a los amigos cercanos y a la familia que se añora con un móvil para tener presente el presente, con planos cercanos, siguiéndolos con la cámara, permitiendo que desarrollen sus conversaciones, detrás de sus fiestas, sus adicciones, sus dudas y sus dolores.

En Por donde pasa el silencio hay un cuerpo enfermo, pero no es solo el de un hombre, es el de un pueblo que se abandona. Lo podemos ver en la radiografía que Javier le muestra a Antonio, encuadrada en la ventana frontal del auto, que tiene como fondo una calle y a los hermanos como espectadores. A modo de rayos X, la película de Romero nos sirve para ver por dentro una familia y sus fracturas.