Sebastián Palacín, hijo del presidente del Indecopi, en estos días se ha convertido en el rostro de la cultura de la violación, esa serie de discursos y prácticas que normaliza la violación sexual contra mujeres haciéndola pasar por “actos bacanes” de chicos “astutos” o por una situación que “las mismas mujeres se la buscan” por salir, vestir o caminar por donde no deben y como no deben.

En el video de Tik Tok que grabó, cuenta de forma anecdótica cómo él y su amigo buscan chicas sin capacidad de consentimiento en discotecas para abusar de ellas, y lo hace como si fuera una hazaña, para aumentar seguidores, likes y sentirse mejor consigo mismo.

Luego de su demostración de machismo, se arrepintió, no por lo equivocado de su narración, sino porque iba a enfrentar acciones legales, así que inventó que todo era un “experimento social” para ver cuántos compartidos y me gusta conseguía, porque estaba preparando un libro (¿?).

Pero, ¿qué hace que un hombre cuente abiertamente que ha violado a una mujer o varias, si, evidentemente, violar es un delito y está penado? En el caso de Palacín, es porque comparte un espíritu de cuerpo con otros hombres, que le permite sentirse legitimado frente a ese tipo de declaraciones, él sabe que hay otros hombres como él, que han vivido o buscan vivir las mismas situaciones, y que necesitan legitimación para que sus actos no sean considerados delincuenciales, sino aventuras de machos. Él se dirige a esos hombres, que no están en busca de placer sexual, sino de ejercer poder sobre mujeres, un poder violento, destructor, que desata toda su misoginia sobre ellas al deshumanizarlas y convertirlas en un objeto sobre el que se pueden realizar todas las violencias, porque en su mente, no valen. Palacín busca legitimar y ser legitimado a la vez, en un círculo vicioso sin fin.

Hace poco, en un hecho abominable, un hombre secuestró y abusó de una niña de 3 años, la pequeña se convirtió en una víctima más de la violencia sexual en el país, que cada mes suma a cientos de niñas en la misma situación. Miles de personas salieron a las calles a repudiar el acto y a exigir pena de muerte, varios congresistas de derecha, aprovechándose de la situación, exigieron que el Perú se retire del Pacto de San José para poder matar a diestra y siniestra. Nuestra sociedad, como solución a este tipo de crímenes apelaba a la muerte, no a la prevención. Actos tan salvajes sacan lo peor de nosotros, y lo peor que podemos hacer es convertirnos en asesinos.

Otros se consolaban pensando que en la cárcel, el violador iba a recibir el mismo trato que le dio a la niña, nos complacemos pensando que la cárcel no será un espacio de resarcimiento de delitos, en donde el criminal paga sus culpas y tiene la oportunidad de readaptarse, sino de venganza popular. Esperamos que los que estén ahí dentro sean tan salvajes como lo fue el delincuente que va a ingresar. Deseamos que lo violen como él violó. Prácticamente lo exigimos, para calmar la rabia y el deseo de muerte que habita en nosotros. Para muchos la solución es convertirnos en una sociedad de violadores.

Este tipo de respuestas emocionales y violentas son parte de la cultura de la violación. Sabemos que en esa violación que se espera se ejerza sobre el violador no hay ni deseo ni placer sexual, hay ejercicio de un poder violento sobre el cuerpo de otro, un cuerpo deshumanizado nuevamente, un cuerpo que será vejado hasta morir.

La cultura de la violación se nutre de ese tipo de emociones y respuestas, las necesita para seguir irradiando su fuerza sobre las sociedades. La cultura de la violación va en contra, incluso, de los mismos violadores, pues es incapaz de dar otro tipo de respuestas.

Luego de lo ocurrido con la niña en Chiclayo, el gobierno, desoyendo otro tipo de recomendaciones, dándole la espalda a las decenas de estudios que se han realizado sobre la violencia sexual, estudios realizados por personas muy cercanas a estas experiencias incluso, omitiendo incluso que existe un Ministerio de la Mujer que ha trabajado el tema, decidió asumir una medida efectista, populista y reaccionaria: la castración química.

Sin importarle que la violencia sexual no tiene nada que ver con el placer ni el deseo, el Estado promueve una “solución” que no soluciona nada, pues para recibirla hay que violar primero, se necesita una víctima y un victimario para que el Estado actúe. El Estado le da al pueblo una pequeña venganza, por mínima que sea, nos dice que va a actuar sobre lo que más le duele a un macho: su masculinidad, representada en una erección.

Se concentra en el violador y se olvida de la víctima, abandona una política pública más fuerte, más grande, más incisiva, que plantee nuevos rumbos a la masculinidad más tóxica, que la anule y la prevenga, que la reeduque cuando está empezando a florecer, que la haga consciente de sus actos, que destierre la misoginia, el machismo y la homofobia. El Estado no se plantea esa batalla, prefiere bajar el dedo como si aún viviéramos en tiempos de coliseos romanos. El primer paso para que la muerte y no la educación siga siendo la respuesta.