El acoso sexual, la vida de las personas homosexuales y la corrupción. ¿Cuánto ha cambiado el Perú?
Nací a fines de los 70, en un país que pronto se remecería por la brutal furia de aquellos que pensaban que sobre la base de la muerte y el terror el Perú se transformaría para mejor y la vida de los más pobres cambiaría. Estuvieron completamente equivocados, y ese intento fue contado con sangre de miles.
Pero había cosas que la historia oficial no tomaba en cuenta, esa historia hablaba de triunfos y derrotas, de ganadores y vencidos, de orden frente al caos, y la escribía cada gobierno de turno desde que tuve conciencia de ello, desde Belaunde Terry hasta Pedro Pablo Kuczynski, el relato oficial es que ellos eran los buenos, los que habían nacido para gobernar, los únicos capaces de dirigir la nación. Todos hombres, evidentemente, todos buenos cristianos, heterosexuales, blancos o blanqueados, todos besándole el anillo a un cardenal. La política se construía desde un pedestal. Ese era el entendimiento de la mayoría de peruanos y peruanas. Y desde ese pedestal podías mandar a matar y también podías robar.
La corrupción en el Perú era una tradición más como la procesión del Señor de los Milagros, las barras bravas, las corridas de toros y las peleas de gallos. En cada nueva elección nos preguntábamos ¿ahora quién entrará a robar? Teniendo la plena conciencia de que eso pasaría. Alan García nos lo demostró con creces, Alberto Fujimori nos lo demostró con furia, PPK nos seguía motivando a pensar igual. ¿Cómo un sujeto que se había encargado de perjudicar al Perú económicamente desde antes de Belaunde terminaba convirtiéndose en nuestro presidente casi cuatro décadas después? Porque la corrupción era una tradición como la burocracia, la mala atención de salud, la pésima educación y el racismo cotidiano.
Así como en macro todos los peruanos y peruanas crecimos con la corrupción como una tradición nacional, social, barrial y familiar, las mujeres, la mitad de la población, creció con otra tradición: ser acosadas sexualmente por hombres, la otra mitad de la población, todos los días de sus vidas desde muy pequeñas. En los diez años que llevo haciendo talleres sobre feminismo, no hay ninguna mujer que me haya dicho que no fue acosada alguna vez en su vida, y la gran mayoría lo fue a partir de los 9 años, la edad promedio entre 5 y 15.
El acoso sexual era tan natural porque se había colocado como una costumbre “sana”, era la prueba de que éramos guapas, es decir, atractivas para la mirada masculina. Si nos acosaban significaba que teníamos grandes posibilidades de conseguir un hombre y a todas nosotras nos criaron, por lo menos a las que nacieron hace tres o cuatro décadas, para tener como destino el matrimonio y la maternidad, y el paso más importante para ello era conseguir al hombre que se una a nosotras y con el cual formar una familia. Creíamos que emperiforllarnos para la mirada del otro masculino era relevante en nuestras vidas.
Desconozco cómo empezó el acoso, y luego cómo se le fue llamando “piropo”, si en algún momento fue un “coqueteo” más o menos “sano”, “educado”, dentro de los marcos de la “galantería” y de las costumbres de “cortejo” (todo en comillas porque me da vergüenza llamarlo así), pero lo que ha vivido la mayoría de mujeres es de una brutalidad inenarrable: desde sacadas de lengua hasta toqueteos, pasando por enseñarte el pene cuando ibas al colegio hasta puntearte cuando subías al bus, de decirte cada desagüe mental que saliera por sus bocas hasta perseguirte por cuadras llamándote como a un perro. Las que tuvieron la “suerte” de que solo sea acoso y no violación sexual pueden agradecerle a la vida, a las circunstancias, a la suerte. Las que no, lo recordaremos toda la vida.
Me habrán acosado hasta los 30 años, fecha en que decidí cambiar de vida, es decir, vivir como lesbiana. A muchos les suena extraño cuando digo que “decidí” de forma consciente “ser lesbiana”, pero tiene una explicación sencilla, para quien quiera entenderla: ser mujer para mí significó vivir unos 25 años de acoso sexual, exacerbados incluso cuando estaba embarazada de mi hija a los 23 años, a esa edad yo parecía diez años menor, y los acosadores veían en mí a prácticamente una puta, porque si me había acostado con uno, me podría acostar con todos. Cuando decido vivir como lesbiana, que es algo que debí hacer apenas cumplidos los 7 años, que fue cuando me di cuenta de que me gustaban las chicas, mi experiencia con el mundo también cambió, no me interesaba para nada ser complaciente con hombres, no me interesaba más ser su madre, su psicóloga o su amante, dejé de luchar por su amistad y su amor, y empecé a relacionarme más con mujeres, a apreciarlas más, a dejar de verlas como menos (que es una idea que nos meten constantemente), es decir, cambió mi subjetividad, de pronto yo ya no era funcional ni sexual, ni económica, ni cultural, ni social, ni emocionalmente a ningún hombre, yo dejé de ser una mujer para ellos. Y ahí es cuando empecé a gozar de la libertad.
Y esta introducción es también para hablar de cómo ha cambiado la vida de las personas homosexuales, por lo menos de lesbianas y gays en el Perú. Antes era impensable decir abiertamente que una lo era, me refiero con antes a hace 20 años, 10 años, cinco años. Ahora, a pesar de las tantísimas formas de violencia que siguen viviendo las personas LGTBI en un país que se niega a aprobarle siquiera una sola ley que las proteja, hay lesbianas y gays visibles, que dicen orgullosamente lo que son, que aparecen en eventos públicos, que escriben en medios de comunicación, que son tomados como referentes de cosas buenas como de cosas malas (antes era de cosas malas nomás), y eso es un gran avance cultural.
Para finalizar, y el motivo por lo que he escrito todo esto, es para reflexionar sobre cómo, con gente haciendo cosas para cambiar los sentidos comunes, se puede luchar contra taras nacionales enquistadas por centurias, que nos jalaban como anclas a la colonialidad, a situaciones en el tiempo que no deberían de ninguna forma regresar, al atraso continuo y perpetuo.
Ha sido gracias a fiscales valientes, que dejaron de tenerle miedo al poder político y al poder económico que lo sustentaba, a medios de comunicación decididos a revelar cómo se cocinaban los continuos robos al erario nacional de parte de estos contubernios políticos-empresariales; a mujeres hartas de vivir la violencia sexual en las calles apenas ponían un pie fuera de su casa, e incluso dentro de sus casas, que crearon espacios de “debate” en ese momento, hace diez años, con las marchas de las putas, por ejemplo, que este entendimiento de que “los hombres son así y hay que soportarlos” se derrumbó para pasar a una activa lucha contra las agresiones sexuales que ha conseguido leyes que las sancionen; y a lesbianas y gays, que sobre la base de algunas ventajas que da la cisgeneridad, pudieron hacerse oír, generar opinión pública, participar de espacios de toma de decisión, promover manifestaciones, marchas, plantones y proyectos de ley, que a pesar de que fueron archivados por la derecha más rancia, lograron convertirse en referentes de una lucha que lleva más de tres décadas en el Perú, y que sigue viva y coleando, sacando a miles de personas al año todos los meses de junio para celebrar el Orgullo. Cuando yo empecé a marchar éramos 200, allá por el 2009, diez años antes eran 20, diez años después somos 100 mil. Eso es un cambio cultural de cara a un Bicentenario que, probablemente, no toque este último tema.