Texto: Flor Urquiza
Contra todos los abortos: fueran practicados por violación, por enfermedad o por que sí. Contra el uso de la palabra “aborto” que me estremecía entera y en mi mente se asemejaba a la palabra “asesinato”. Convencida de que se trataba de la expresión más aberrante que podíamos tener como sociedad.
Yo también pensé alguna vez mirando a las personas que años atrás coreaban cánticos con pañuelos, que habían perdido la cordura pero además que era imposible que en ellas existiera un poco de amor para dar. Imaginaba esos pobres bebés indefensos, muriendo en manos de sus propias madres. Y sentía asco. Soy hija de una mujer que fue catequista y de un ex militar. He sido monaguillo y estudiante de colegios confesionales religiosos.
¿Entonces cómo pasó que ahora considero al aborto legal seguro y gratuito un derecho fundamental? ¿Por qué mi pañuelo verde me llena de orgullo, fuerza y amor?
Porque miré alrededor. Porque me animé a conversar mis dudas. Pero también a escuchar historias de vida durante los años en que fui secretaria de obstetras y ginecólogas. Y comparé realidades, pero también leí mucho.
Porqué interpelé a mi árbol genealógico para averiguar quiénes habían intervenido un embarazo y en qué circunstancias.
Observé el tamaño de un feto de 14 semanas y descubrí que no se parecía al bebé de papel maché que confeccionan los antiderechos para llamar la atención.
Leí los proyectos de Intervención Voluntaria del Embarazo y en ningún momento encontré un artículo que obligara a abortar a quienes cursan un embarazo.
Pregunté cuánto costaba hacerlo en una clínica céntrica en clandestinidad. Y descubrí que para acceder a un aborto hay que pagar mucho dinero, y en caso de no contar con él, hay que tener suficiente desesperación como para recurrir a una percha o un ramo de perejil a escondidas del mundo, pero expuesta a la inseguridad e insalubridad que eso representa.
Que hay varones que exigen tener relaciones sexuales sin preservativo, religiones que te aseguran que tener hijxs te consolida como mujer.
Que tener salud no es sinónimo de no enfermarse, también implica tener un techo digno, educación, comida y un proyecto de vida con oportunidades.
Que tener hijxs es una responsabilidad inmensa que implica deseo por esa elección. Y que transitar un embarazo a cualquier edad tras una violación o gestar a riesgo de la propia vida no son los únicos fundamentos que ameritan una intervención del embarazo.
Que no es verdad que el sistema médico tenga siempre a disposición métodos anticonceptivos, como tampoco es cierto que la información llega por igual a todas las familias, escuelas, geografías ni comunidades.
Que transitar un aborto no es el anhelo de nadie. Y que todos los fundamentos disparatados que inventan algunos sectores de la sociedad, no son más que el reflejo perverso, pero romantizado de su ignorancia y temor por sostener tras un biombo de hipocresías, las cosas que nos pasan, donde la tutela de nuestras vidas transitadas sigan sin ser nuestras.
Porque el aborto existió siempre, no dejará de existir. Y reivindicarlo como un derecho humano a través de una política pública, acompañado de prevención de embarazos no deseados y la posibilidad justa de una planificación familiar, no es un gasto. Es una inversión en materia de justicia social y una demostración de madurez, respeto y confianza hacia quienes podemos gestar.
Cuando llevo mi pañuelo verde atado en la mochila, no solamente llevo un pañuelo. Llevo el recuerdo furioso por quienes ya no están, el cariño por todas las mujeres, lesbianas, trans y no binaries que conquistan día tras día este derecho, llevo mi empatía por quienes estando en contra del mismo aún así abortan a escondidas, mi más profundo deseo de ser madre cuando yo así lo decida y la convicción indeclinable de que las estructuras del silencio y la opresión no podrán evitar que sea legal, seguro y gratuito.