Ha pasado un poco más de una semana desde la lectura de la nefasta sentencia emitida por la Corte Superior del Poder Judicial de Ayacucho que absuelve a Adriano Pozo de los delitos de violación sexual y feminicidio, en el grado de tentativa, en contra de Arlette Contreras, generando, una vez más, desconcierto y la indignación colectiva respecto a una acción vil de parte de uno de los poderes del Estado, que demuestra nuevamente que los derechos de las mujeres pueden ser fácilmente burlados en el Perú bajo el amparo de la impunidad.

Son diversos los pronunciamientos difundidos de rechazo, y cada uno de ellos apunta a un aspecto distinto de esta problemática, que es tan amplia que ninguno resultará impertinente, pues este caso permite poner en evidencia, desde diferentes perspectivas, la grave crisis social, política y cultural que atravesamos las mujeres en el Perú, cuando queremos que la justicia nos abrace después de que nuestros derechos hayan sido vulnerados como consecuencia de la violencia de género.

Es así que, en principio, quise iniciar este texto con el cuestionamiento puntual a algunos aspectos específicos de la sentencia que ponen en manifiesto la falta de voluntad por querer cambiar la realidad de la actuación de la justicia en nuestro país, que no es un espacio seguro para las mujeres, pero mi intención cambió como consecuencia de mi desconcierto al leer, escuchar y percibir la justificación radical de ese fallo judicial por parte de algunas personas.

De pronto, los peruanos y peruanas hemos sido testigos del nacimiento de “ilustres jurisconsultos” que, en algunos casos sin haber pisado una facultad de Derecho, e incluso sin haber leído el documento, consideran que la sentencia absolutoria del flagrante agresor Adriano Pozo es no solo correcta, sino “justa”, pues así es el Derecho.

Entre tantas opiniones, que en algunos casos son repugnantes, me enfocaré en comentar mi opinión en base a la apreciación generada de aquellas posturas que me permiten confirmar algo que seguramente muchas mujeres ya venimos identificando: el feminicidio, como tipo penal, es algo que en una sociedad machista como la nuestra, no es fácil de aceptar.

La presunta mala acusación fiscal

El principal argumento de quienes se esfuerzan por avalar la impunidad, ha sido la afirmación de la existencia de una mala acusación por parte del Ministerio Público, liberando de responsabilidad a los magistrados del Poder Judicial por la absolución del agresor, dado que de acuerdo a la nueva ley procesal penal no pudieron adecuar la acusación al delito que, según ellos, sería el más idóneo y por tanto tuvieron que pronunciarse de tal modo ante la evidente “falta de pruebas” de estos delitos que, tal como mencionan, atendieron más a la presión social y no a la correcta labor fiscal, pues se debió procesar por el delito de lesiones, o incluso señalan secuestro, más no por la tentativa de violación sexual y mucho menos por la tentativa de feminicidio. Dicho argumento, considero, no es más la actitud reaccionaria de una sociedad machista que se resiste a aceptar que a las mujeres se nos agrede y hasta asesina por el simple hecho de serlo.

Al respecto, al margen de nuestro sentir, es importante tomar en cuenta un elemento objetivo que es la falta de existencia de unanimidad en el fallo judicial, lo cual hace que se descarte tajantemente la postura de que la acusación fiscal fue tan mal realizada, pues de haber sido ese el caso, no hubiera existido un pronunciamiento dirimente que consideró que sí había una conducta imputable en relación al delito de violación sexual en grado de tentativa; sin embargo, el voto dirimente tampoco llegó a mucho, pues cabe señalar que para todos los magistrados de la Corte Superior de Ayacucho, el intento de feminicidio en contra de Arlette Contreras no es más que una simple impresión de la víctima y una ilusión óptica de millones de peruanos en el Perú que percibimos las imágenes que formaban parte de la conducta delictiva.

Si bien, el Ministerio Público pudo haber tenido debilidades en su labor de acusación, sí cabía la posibilidad de que el Poder Judicial pueda haber realizado una labor bajo un adecuado enfoque de género que permita plasmar un razonamiento jurídico al amparo de la protección especial que requieren las mujeres en el Perú, cuya capital es la quinta ciudad con más violencia de género a nivel mundial. Sin embargo ello no ocurrió, tanto porque vivimos bajo un perverso modelo de sistema de justicia, ineficiente y corrupto, que no protege a personas en condición de vulnerabilidad como por la resistencia de aceptación de un delito que confirmaría que la misoginia existe, hecho que para los machistas es falso.

La violencia de género sí existe

Lo ocurrido con Arlette no es un caso aislado, se trata de una situación que forma parte de la realidad de muchas mujeres en el Perú, es por tal motivo que el pronunciamiento de la Corte Superior de Justicia es un acto lesivo no solo para ella, sino para todas aquellas peruanas que esperamos una justa sanción ante la violencia machista que convive con nosotras día a día.

Al respecto, las personas que forman parte de las manifestaciones sociales machistas, ya sea de manera voluntaria o no, son aquellas que más se niegan a aceptar la existencia de la violencia de género, pues para ellas la violencia no tiene matices, y es tan solo un “invento” la afirmación de que a las mujeres se las agreda por el mero hecho de serlo.  Posición que puede ser fácilmente descartada cuando somos testigos de una realidad social que registra de manera reincidente atentados contra la integridad, la dignidad y la libertad de las mujeres, sin importar la edad y espacio.

La violencia de género se constituye por la existencia de actos basados en una situación de desigualdad en el marco de un sistema de relaciones de dominación de los hombres sobre las mujeres que tenga o pueda tener como consecuencia el daño físico, psicológico o sexual, incluidas las amenazas de tales actos y la coacción, ocurridos tanto el ámbito público o en la vida familiar o personal. En ese sentido, el feminicidio es la expresión máxima de la violencia de género, pues se trata del asesinato de las mujeres como resultado extremo de esta forma de opresión, que ocurre en el ámbito privado como, por lo general, en los espacios de confianza a manos de las parejas, ex parejas, familiares, acosadores, agresores sexuales, etc.

Feminicidio: el delito que sanciona el machismo extremo

Con gran pesar, escuchamos o leemos el cuestionamiento de la existencia de este delito, que en el Perú forma parte de nuestra legislación penal desde el año 2014, dado que para quienes persisten en defender las desigualdades e invisibilizar las demandas de las víctimas de violencia de género, este término es sólo un invento de las feministas para nombrar al asesinato de mujeres, cuando en realidad no se trata de la utilización de un lenguaje inclusivo, ni del otorgamiento de femeneidad a la palabra homicidio, sino que apunta a una problemática mucho más sustancial, que va mucho más allá que la incomodidad gramatical que para algunos les pueda generar.

El feminicidio es el asesinato de la mujer fundamentalmente por parte de hombres que las matan por el hecho de ser mujeres, motivados por la misoginia, porque implican el desprecio y odio hacia estas. Tal como mencionaba, Yoloxóchitl Casas, periodista y consultora en comunicación y género para el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), se trata del más claro ejemplo de la forma en que los hombres poseen, aprisionan y violentan a las mujeres.

En ese escenario, por más que algunas personas se empeñen en mencionar que es innecesario hablar de feminicidio  ante el asesinato de una mujer, en un Estado cuya Constitución establece la igualdad entre hombres y mujeres, la realidad nos pone en evidencia que no existe de manera efectiva dicha condición de igualdad y por el contrario sí existen situaciones de extrema violencia contra las mujeres y las niñas. Tal es así, que nuestro país vive una realidad continua de actos de terror en contra de las mujeres, que incluye diversas formas de manifestación como la humillación, el abandono y la naturalización de las noticias que acreditan que las mujeres y niñas mueren como resultado de actitudes misóginas, de maltrato físico, sexual, incluso de incesto, entre más acciones de terror. El feminicidio entonces no se trata de cualquier crimen, se trata de un asesinato de odio alimentado por el orgullo machista.

Asimismo, tomando en consideración la postura de Marcela Lagarde, antropóloga e investigadora mexicana, el feminicidio tiene en sí mismo una connotación política que atiende a una denuncia social, pues no solo se trata de la acusación realizada al agresor, sino al silencio, omisión, negligencia e inactividad de las autoridades que debieran encargarse de prevenir y erradicar estos crímenes.

Al respecto, este es uno de los puntos centrales que mayor indignación nos genera a las mujeres y que mayor incomodidad genera en un Estado sustentado en conductas machistas, dado que hay feminicidio no sólo cuando se le asesina a una mujer por el simple hecho de serlo sino que además,  hablamos de feminicidio cuando el Estado no cumple con su obligación constitucional de dar las garantías y condiciones de seguridad para salvaguardar las vidas de las mujeres, ya sea en su hogar, lugar de trabajo, su comunidad, o incluso cuando alguna instancia que actúa en su representación opera al amparo de la impunidad de estos crímenes.

En consecuencia, el significado de feminicidio no es el mismo que del homicidio, y pretender decir lo contrario no es más que una conducta amoral y nefasta que busca desacreditar la acción social de las mujeres que exigen vivir en libertad y con dignidad.

El feminicidio, debe quedar claro,  no se trata de un homicidio común, se trata de un crimen que manifiesta las relaciones de poder y desigualdad entre hombres y mujeres en el sistema patriarcal, cuya motivación del crimen es el sentimiento de poder sobre la mujer, donde el agresor piensa que tiene derecho de propiedad sobre “su” mujer y ello le confiere la potestad de decidir sobre su vida. Por tanto, la motivación del feminicidio no es “pasional” sino más bien social, fruto de una creación cultural sistémica machista que pondera una superioridad genérica del hombre respecto a la mujer.

La tentativa de feminicidio en el caso de Arlette Contreras

El derecho puede ser muy objetivo, sin embargo es innegable que sí había la posibilidad de que el Poder Judicial realice un razonamiento jurídico adecuado, acorde al Plan Nacional Contra la Violencia de Género del Perú establecido para el período 2016-2021 que hacer referencia al compromiso de los operadores de justicia a realizar su labor con especial atención en favor de las mujeres.

No obstante, para los magistrados KARINA VARGAS BÉJAR, ALFREDO BARRIENTOS EPILLCO y PANTALEÓN ZEGARRA HUAYHUA la tentativa de feminicidio no fue probada porque no había lesiones mortales en la víctima, motivo por el cual no se pudo hablar de un intento de asesinato. En ese sentido, señalan además que no se acreditó tortura, violencia sexual contra la víctima y tampoco se acreditó en el proceso la decisión de Adriano Pozo de matar.

En atención a ello,  es importante mencionar que el análisis de la comisión de este delito se realiza también acorde al contexto objetivo, por lo que, si bien estos aspectos son importantes para acreditar la conducta típica no son meramente necesarios, en tanto no son determinantes, pues conforme al video que vimos todos los peruanos, y otros medios probatorios, las maniobras de los golpes y las condiciones en las cuales se realizaron estos evidenciaban la decisión de matar.

Adicionalmente, es fundamental precisar que en el hecho en cuestión era claro que Adriano Pozo se aprovechó de su posición dominante, generada por las relaciones desiguales basadas en el género, es decir, este sujeto hizo prevalecer su relación de poder respecto a quien él consideraba “su” mujer, en base a la relación de confianza existente entre ellos, por lo tanto, sentía el poder para decidir sobre ella y sus libertades. Sin embargo, esto ha sido ignorado por la Corte, puesto que afirmar ello en una sentencia judicial y sancionar por el delito de feminicidio, aún en grado de tentativa en un caso tan mediático como este, es dejar un precedente de observancia obligatoria en donde se aceptaría legalmente la existencia de la violencia de género, situación que el machismo niega y rechaza. Machismo que, aunque lo nieguen, se encuentra enquistado en nuestra sociedad y en los operadores de justicia del Perú.

De toda esta situación, a las mujeres peruanas nos ha quedado claro que para el Poder Judicial es necesario aún que existan lesiones que te acerquen más a la muerte para que recién te crean que te están matando, de lo contrario, existirán mecanismos legales perversos para deslegitimar nuestras denuncias.

El sistema de justicia en el Perú necesita una reforma integral de manera urgente, siendo que actos como la sentencia que absuelve a Adriano Pozo de las acusaciones son solo la cereza de otros casos más que muestran el caos y carencia moral que sostiene a los operadores de justicia.

El problema no radica únicamente en la deficiencia de las normativas sino cómo se actúa la justicia en el Perú, pues tenemos un sistema judicial impredecible, en donde las pruebas no importan y bajo un esquema cruel se pone en mayor desventaja a las personas que ya se encuentran en situación de vulnerabilidad. Porque si algo nos ha quedado claro a todas aquellas personas que estamos indignadas con este fallo judicial es que bajo ninguna circunstancia Adriano Pozo, flagrante agresor machista, puede ser absuelto y vivir en libertad bajo el manto de la impunidad.