José Ramos López

La muerte de una persona pasa necesariamente por rituales mortuorios que posibilitan el duelo. Son momentos donde se rinde memoria a la persona fallecida recordando principalmente sus legados. Al ser un personaje público, como Alberto Fujimori, su muerte es (ab)usada, mediatizada, politizada y adornada por una discursividad grandilocuente a fin de trascender bajo la representación heroica.

Fujimori (1938-2024) estuvo un decenio en el gobierno (1990-2000) y su dictadura introdujo en la estructura democrática formas sofisticadas de hacer política.

Primero, la implantación del neoliberalismo que frenó la crisis económica, pero a costos altos generando una mayor privatización.

Segundo, la fractura de la democracia emergente y el acaparamiento de los poderes del Estado que posibilitaron una representación de “mano firme” junto con políticas populistas en construcción de infraestructura educativa y salud.

Tercero, la apuesta por militarizar el campo a fin de derrotar a Sendero Luminoso, creando los comités de autodefensa y celebrando la captura de Abimael Guzmán (1992) por el Grupo Especial de Inteligencia (GEIN). Se consideró el “pacificador de la guerra interna”, sin tener ningún reconocimiento de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos de los casos de Cantuta, Pativilca, Penal Castro Castro, Barrios Altos, entre otros, que quedaron en la impunidad con su muerte. Consecutivamente, en los últimos veinte años, la militarización de la sociedad está generando una mayor deshumanización y normalizando un lenguaje de guerra.

Cuarto, el racismo, que ha estado en el núcleo de la política fujimorista a tal punto de haber guiado una política de planificación familiar para controlar a mujeres empobrecidas, indígenas de las zonas rurales esterilizándolas forzadamente de manera sistemática. El acceso a la justicia y la reparación por estos casos aún están pendientes y son desestimados por el gobierno actual.

Quinto, Fujimori ejerció una práctica generalizada de corrupción instalándola en la estructura democrática vigente hasta la actualidad.

Sexto, los medios de comunicación, manejados por Fujimori, instalaron noticias de espectáculos y farándula distorsionando su papel reflexivo y vigilante.

Séptimo, la política populista de caracterizarse como carismático y acercarse a la población rural le otorgó una legitimidad tan solo por su presencia personificada del Estado, en lugares con marcadas desigualdades históricas.

Por último, la impunidad es una herencia clara del Fujimorismo debido al negacionismo de los delitos de lesa humanidad, el uso  instrumental de la memoria salvadora y la ausencia de actos de arrepentimiento y perdón. A ello le acompaña los abusos que se hace del pasado al asociar lo disidente con el vocablo “terruco” a fin de deshumanizar.

En resumen, la vida democrática del Perú ha sido fracturada por el fujimorismo despolitizando la sociedad mediante alianzas mediadas por la corrupción ¿Cómo puede el gobierno legitimar al exdictador Fujimori mediante duelos nacionales? ¿Los rituales funerarios oficiales acompañan el dolor de la partida familiar o infunden una narrativa idealizada?

Evidentemente, el gobierno de Dina Boluarte muestra las conexiones con el fujimorismo al asumir una postura activa de negacionismo al rendir tres días como duelo nacional. Las desiciones políticas de honrar al exdictador “pacificador” no obedece al dolor por la pérdida humanitaria, sino busca instalar la imagen de Fujimori como “grandioso y sacrificado”. Por tanto, el cultivo de la memoria salvadora es el núcleo del actual gobierno que le permite afianzar como “costos de la democracia” las muertes producidas en la represión estatal de las protestas entre diciembre de 2022 y marzo de 2023.

 Si Fujimori, condenado por delitos de lesa humanidad  y su posterior indulto, murió libre y se convierte en la bandera del gobierno, es una clara muestra de la negación al acceso de justicia para miles de peruanos ¿Por qué algunas vidas son declaradas como dignas de duelo y otras invisibilizadas? Estas acciones políticas deben ser entendidas en un marco donde el dolor de las miles de víctimas esterilizadas, afectadas por la dictadura y la represión son relegadas, silenciadas y negadas.

Como sociedad peruana es necesario asumir un papel reflexivo donde los elogios a Fujimori resultan ser un retroceso en materia de derechos humanos y una afrenta a la dignidad de las miles de víctimas. Es innegable la simpatía popular por Fujimori, pero esta experiencia debe estar mediada por la lectura crítica de sus legados. Su muerte politizada escinde aún más la comunidad peruana, obstaculiza los avances del acceso a la verdad, justicia y memoria responsable en plural, haciendo más lejanos los procesos de reconciliación. Además, normaliza el negacionismo y desprecio por la vida de los más pobres; si los funerales elogian la figura de Fujimori como “salvador”, esto ratifica la continuidad de la política en clave del fujimorismo vigente tanto en el gobierno nacional como en el regional.

Foto de portada: AP Foto/Guadalupe Pardo.