A propósito de la última visita de ‘el Sol de México’ a Lima, estas líneas tratan de lo que se ha dicho luego del concierto de Luis Miguel en Perú; arrepentimientos, disconformidades y decepciones. ¿Qué pasó?

Parece obvia la diferencia entre cantar en la ducha a cantar frente a miles de personas, pero tienen varias cosas en común. Cosas que nos dan el empuje para atacar esos agudos imposibles —jabón o micrófono en mano, según la circunstancia— con nuestras cuerdas vocales. Una de esas cosas es la motivación.

No quiero ser abogado del diablo (porque simplemente Luis Miguel no lo necesita), pero imagínense que ya de por sí es fastidioso asistir al concierto de tu artista favorito, de esa banda que no volverá jamás al Estadio Nacional, y en ese momento ves a miles levantando las manos, miles grabando con sus móviles y miles ‘cantando’. No soy pinchaglobos, comprendo que eso es parte de. Pero ¡Parte de… no de todo el show! Y la cosa se pone peor cuando el artista o la banda cantan en inglés. Es como ir a ver un partido de fútbol (hay futbolistas que son artistas con el balón) y de pronto todos se ponen a hacer pataditas. Algo así.

O sea, ¿la idea no es ver a tu estrella cantando esa canción, la canción, tu canción favorita? ¿No se dan cuenta que ‘la estrella’ también se da cuenta de eso? Me lo imagino al ‘Sol de Mexico’ a medio concierto —un poco harto, quizás— preguntándose: “¿Tons, pa’ qué canto, a qué chingadera vienen?”.

 

Yo soy el cantante / Por que lo mío es cantar
Y el publico paga / Para poderme escuchar

El canto se encuentra dentro de las artes musicales que, por cierto, en estos últimos años ha experimentado una migración digital siginificativa y muy notoria. La finalidad —como en todas las artes— es el misma: conmover, encandilar, o estremecer a quien lo percibe. Aunque a ciertos géneros no les importe ni a la gente que los oye.

“Mueres siendo un héroe, o vives lo suficiente para volverte un villano” (Batman, el caballero de la noche)

Cantantes con muchos años en el medio artístico, con cientos de giras, continúan —ahora menos— dando conciertos; algunos sabiamente les han bajado un par de tonos a sus canciones al ya no alcanzar esa nota que sus jóvenes cuerdas vocales les permitieron conseguir miles de seguidores. También hay los que increíblemente conservan casi intacto su registro; los invitan para homenajearlos y son ellos los que terminan dando una clase maestra frente a una sala con músicos también.

Lamentablemente, hubo —hay— cantantes que se durmieron en la fama y no reconocieron que su momento había terminado algunos años atrás. No conservaron lo más valioso que tenían; su voz.

La archiconocida vida caótica de cantantes y músicos siempre fue un prejuicio, un mito que algunos de ellos mismos creyeron y la hicieron su verdad, su estilo; drogas, alcohol y sexo. Le dicen soledad, bohemia. Niños y niñas malguiados, jugando a ser grandes, ¿qué creen que pueda pasar? Un patrón que se ve en otras artes también.

Luis Miguel no es, ni por asomo, mi cantante favorito; prefiero canciones que lleven compromiso o que inviten a pensar. En fin. Pero su voz —así, con todo el peso publicitario de años— ha marcado a un par de generaciones; su calidad quedó demostrada en los discos y conciertos de los noventas. Su altanero estilo y performance fue su sello. Era envidiado, amado. Era un dios latinoamericano.

El puertorriqueño nacionalizado mexicano seguirá dando conciertos y generando amor y odio entre los que nos enteramos de tales recitales a través de las noticias. Porque, eso sí, no hay nada más placentero para algunos que ver a una estrella caer.