Escribe: Valia Villalobos
Me pienso de 17 años. Todas (porque es humano) queremos ser libres a esa edad. Sin la autoridad, a veces autoritarismo, de nuestros padres y de la “bendita” escuela, esta sí autoritaria, en mi caso clasista, racista, violenta. Dejar Ayacucho, una ciudad conservadora y donde todos te conocen y te juzgan por tus errores (poco te animan cuando te equivocas), y por fin viajar a Lima, la enorme ciudad donde nadie se interesa en cómo vives. El placer de ser independiente había llegado.
En uno de los diálogos de Platón se desprende la idea “el verdadero placer es un bien solamente en tanto que lo encontramos medido por la sabiduría, y en segundo lugar, el placer se vuelve engañoso si no está secundado por un certero (prudente) cálculo –que podría verse malversado por la ignorancia”.
A los 18 años, inicié mi vida sexual. Únicamente quería no embarazarme y para ello me servía la clase de educación sexual que recibí de mi maestra del curso de Historia Universal en mi colegio religioso-privado a los 16 años. Ella nos instruyó con el método del ritmo. Incluso diseñamos nuestro círculo con los números. Ese fue el único método que conocí.
En abril de 1997, a los 20 años fue mi primer aborto en un consultorio dental clandestino en Barrios Altos. Pedí dinero a todos mis tíos con el pretexto de que necesitaba para mis estudios de la universidad. Juré cuidarme. Lo juré. Mi segundo aborto fue en 1999. Sin dinero opté por llamar a los avisos de “Atraso Menstrual”. Me salvaron la vida en el Instituto Nacional Materno Perinatal, luego de ser censurada por todo el personal médico que se me acercó. La familia siempre creyó que era una pérdida natural. La humillación fue cuando mi pareja de entonces huyó sin dejarme un sol para pagar los gastos hospitalarios. 2001, tercer aborto en un consultorio obstétrico en San Martín de Porres con la misma pareja, a quien esta vez amenacé para que me diera la mitad del dinero.
Inicié mi proceso de formación emocional y sexual a los 25 años, sola. Comprendí que había obrado correctamente al decidir por el aborto, pues de seguro hubiese sido una “madre irresponsable” para esta sociedad. No tengo remordimiento alguno por esta decisión. Al contrario, me siento responsable y animada de haber salido librada y sana. Suerte, azar, dinero, Dios, no lo sé. Yo, hija de una maestra y un policía, estudiante de un colegio privado de Ayacucho, sanmarquina, es decir, una mujer peruana privilegiada. No obstante, nunca recibí una verdadera educación sexual. Nunca. Si me críticas, te respondo: “A otros le enseñaron / Secretos que a ti no / A otros dieron de verdad esa cosa llamada educación”.
Ahora pienso en Mirella, sí, la mujer que medio Perú ansía linchar por su negligencia. Si en mi camino no hubiese estado el dinero para elegir el aborto, quizá yo hubiera sido la primera “Mirella” de este Perú misógino, hipócrita, clasista, que nos educa con una propuesta machista, patriarcal, cuyas instituciones fortalecen ideales absurdos en la identidad de la mujer. Necesitamos cambiar la educación que reciben las mujeres y los varones en nuestro país.