Hay un cántico feminista que dice así: “Si el Papa fuera mujer, si el Papa fuera mujer, si el Papa fuera mujer, el aborto sería legal… sería legal y seguro, sería legal y seguro, sería legal y seguro… si el Papa fuera mujer”.
Y sabemos que así es. Hace poco hemos visto dos casos de enorme solidaridad hacia hombres que habían sido violentados: el de Andrés Wiese cuando recibió comentarios no deseados de índole sexual al colocar una foto en su fanpage; y el de Telmo Paz, el joven que es maltratado por su jefa cuando realizaba sus prácticas en un estudio jurídico.
Si ellos hubieran sido mujeres, es decir, si hubieran compartido una condición que los coloca en desventaja (el género femenino), así abundaran las pruebas de las violencias que vivieron, sus testimonios hubieran sido cuestionados, al primero le hubieran dicho que él se lo buscaba al poner su foto de esa forma (preparando un pastel) en su red social, al otro le hubieran dicho que por qué no denunció a tiempo (e incluso él no denunció, sino que su audio fue filtrado, según cuenta).
¿Pero por qué solemos creer lo que dice el género masculino, pero dudamos de las denuncias de las mujeres, sobre todo cuando están relacionadas a violencia sexual? Hay una categoría sobre los testimonios que la filósofa Miranda Fricker llamó “injusticia testimonial”, haciendo referencia a la falta de credibilidad a las historias y narrativas contadas por mujeres, sobre todo en los casos mencionados: cuando denuncian acoso, tocamientos indebidos y violación. Según Fricker, esto sucede cuando los prejuicios de un oyente disminuyen la credibilidad de las afirmaciones del emisor, pero no sobre un momento de su relato o de ella como individuo, sino sobre todo, de forma estructural-sistémica y general.
Recordemos sino al excongresista Humberto Morales cuando, para deslegitimar un juicio de la excongresista Marisa Glave, señaló lo siguiente: “Ella puede decir lo que quiera. A mí me enseñó mi madre: las mujeres, después de ser chismosas, son mentirosas”. O cuando el excongresista Juan Carlos Eguren señaló que “las mujeres que son violadas no pueden salir embarazadas porque no lubrican”, a pesar de los miles de casos de mujeres embarazadas por violación con datos estadísticos, índices, tasas, programas y políticas que intentan que ese número siga creciendo, sobre todo en niñas y adolescentes.
Estos prejuicios responden a una lógica, lo que Kate Manne llamó “la lógica de la misoginia”, que consiste en el castigo social que recibe una mujer por no guardar ciertos bienes morales que se consideran constitutivos de ella hacia los hombres: atención, cuidado, respeto, admiración, y otros más que subyacen a estos: fidelidad, sumisión, obediencia, silencio. Cuando la mujer se rebela a este papel, se considera que ha roto su promesa (que nunca fue consensuada), que no cumple los acuerdos (a pesar de no ser parte de este), lo que la convierte en pérfida y mentirosa. Y “rebelarse”, en sociedades como las nuestras, puede ser simplemente salir a la calle (si no queremos mencionar todos los casos de violencia sexual intrahogar).
La misoginia no es un fenómeno psicológico que ocurre en la mente de los hombres, es un acto puntual que cumple una función social: monitorear a las mujeres para mantener las jerarquías sociales a través del control, la vigilancia, el castigo y el exilio.
Sabemos de miles de casos de acoso sexual y laboral contra mujeres practicantes, cada uno peor que el otro, pues involucran violencias que dañaron permanentemente el cuerpo y la vida de ellas, ¿alguno de estos despertó una solidaridad total de hombres y mujeres en el Perú?
Recordemos el caso de Claudia Pérez Huamaní, estudiante de Derecho de la PUCP violada brutalmente por su jefe, José Carlos Angulo Portocarrero, cuando hacía prácticas en el estudio Caro, Cortez y Massa hace 15 años. Ella fue ultrajada por Angulo y luego por todos los que le dieron la espalda cuando denunció: su universidad y el Poder Judicial. ¿Aparte de las feministas, alguien la declaró Santa Claudia, a pesar de la sentencia del Tribunal Constitucional a su favor?
Hay otro componente que se desata cuando los testimonios de violencia son de hombres o decidimos no creerles a las mujeres, Manne lo llamó “himpathy”: el movimiento psicológico mediante el cual nos identificamos con el hombre y simpatizamos de forma excesiva con él, convirtiéndolo en víctima. Un “espíritu de cuerpo” que ha logrado mantener a los hombres en el poder y a las mujeres en la subalternidad.
Pensar en esos detalles nos permitirán, tal vez, ser más justos y empáticos, al momento de decidir nuestras creencias.