La caída libre de la prensa escrita, títeres en los noticiarios de radio y tv, empresarios preocupados en ganancias y de no tocar a sus auspiciadores. La muerte del periodismo, una vez más.
No se vaya a confundir —para nada— con eso de que todo tiempo pasado fue mejor. Pero se puede decir que en sus primeros años el periodismo peruano aprendía mucho de sus propios errores.
Todo iba relativamente bien —lento pero algo seguro—, hasta que en la década de los 90 el rumbo cambió drásticamente. Se podía percibir que algo no estaba bien. Llegando al nuevo siglo, las pruebas de este quiebre fueron presentadas —irónicamente— con una de las propias armas de los comunicadores: los videos.
En las últimas semanas —y más en estos últimos días—, el pésimo tratamiento periodístico de tal o cual tema ruborizaron a los mismos periodistas que pasaron a ser “la noticia”. Porque llegar a ser tendencia en un país víctima de miles de ‘fuentes’ cazadoras de los likes, de los corazones o de los compartidos, una ciudadanía que busca contraste entre los comentarios carroñeros, tendría que dejar pensando a los comunicadores. A todos.
En la calle, el periodismo se ha ganado a pulso la desconfianza: noticias narradas con un sensacionalismo que produce ardor en los ojos, con voces sacadas de un avance de película de terror y música de fondo con el mismo tono, con reporteros que no leyeron la historia detrás de la historia para preguntar mejor. Y más, porque no todo el que aparece frente a una cámara o micrófono es periodista.
No es necesario colocar la lista de periodistas —y los que no lo son— que han hecho explotar las redes sociales en estos días de cuarentena: tal entrevista, tal presentadora, tal reportero, tal medio. Todos nos enteramos cada día un poco más a través de las redes sociales. Pura retroalimentación.
Y tampoco es necesario subrayarles los errores que cometieron —hablando entre periodistas—. Se sabe que se aprende más de los errores propios. Pero también están los que solo pueden ver las observaciones o críticas en ángulo picado. En esos casos, lo mejor es hacer una lenta “caminata lunar” y borrarlos de los contactos para siempre.
No tienen lectores, tienen consumidores
Las empresas de medios vieron a los ciudadanos —más intensamente en las últimas décadas— como insaciables consumidores: y los ametrallaron con su empalagosa publicidad. Vender productos —sí o sí— de sus auspiciadores se convirtió en su objetivo. El periodismo solo fue un pretexto para llevar el periódico a casa.
Podrán decir que el sistema servía para pagar a los trabajadores de la empresa. Pero eso fue determinante en jóvenes periodistas que tuvieron que adoptar ese extraño estilo editorial. ¿Y la búsqueda de la verdad, de la pura purita? A la hora de la hora —en emergencia sanitaria—, fueron los periodistas los primeros en la lista para ser expectorados de la empresa.
De alguna manera, me considero el tipo de periodista desechable cuando sé que el dueño del medio en donde me desempeño no es periodista, ni quiso serlo. Peor aún, no admira el trabajo periodístico. Si me botaran por escribir algo que “se tenía que decir y se dijo” y esto incomodó al jefe y a sus clientes auspiciadores, sería un trofeo que estaría de todas maneras en mi cv.
Lo resaltó César Hildebrandt —a su manera— en una de sus últimas columnas: no puede existir periodismo si tienes a una cola de empresarios respirándote en la nuca, “corrigiendo” tus líneas.
Medios que les enseñan a sus periodistas que la publicidad está por encima de su trabajo, deja los esfuerzos de superación en modo avión. Esa filosofía ha venido mermando en los estilos, la rigurosidad y el espíritu crítico. Según los dueños, “la gente quiere que digas lo que quieren escuchar y no escuchar lo que quieres decir”.