Ni los más entusiastas y proféticos discos que vendían en ‘El Hueco’, allá por los años 90, adelantando un lustro su lista de canciones que sonarían en las fiestas de fin de año, pudieron aventurarse a tener en su lista este reggaeton, el de hoy.

El pasado 15 de noviembre, en Las Vegas, cual pitonisa, intentando ver un futuro esperanzador de lo que representa, al reggaetonero colombiano J Balvin más pareció escapársele una amenaza para las nuevas generaciones. Inmediatamente después de recibir el Grammy Latino 2018, a “Mejor álbum de ¿música? Urbana”, emocionado y dirigiéndose a sus colegas, dijo: “Somos el futuro de la música”. Entre risas escondidas de los presentes, la reacción general era de preocupación. ¿Habrá algo de verdad en lo que manifestó?

Puede sonar paranoico, pero puede que exista por ahí un grupo de empresarios, sanguijuelas de la industria musical que no tuvieron, no tienen y no tendrán amor a la música, que buscan desesperadamente a estos ‘talentos’ para esparcir su doctrina; esa rara percepción de que las cosas no deberían cambiar.

Hay un empeño por continuar diciéndole a todos que tener cantidades industriales de dinero es el verdadero éxito (al menos en los videos quieren dar a entender que dinero es lo que les sobra). Y ni qué decir del dominio patriarcal (en esos mismos videos la mujer es un accesorio). Todo eso que seguramente millones han visto —desafortunadamente oyeron— y que no especificaré en estas líneas.

Pero J Balvin continuó. Cuando muchos pensábamos que lo escuchado en ese momento tenía calidad de afrenta, el colombiano dijo, con el premio entre sus manos y con orgullo en sus ojos: “…Porque también somos un ejemplo de vida”. ¿Es en serio? Algunas tendencias no me agradan —lo confieso—, y veo poco serio que alguien con el cabello verde como el grass sintético crea que hay quienes quieran ser como él. ¿O sí?

Respetar las expresiones urbanas —específicamente el reggaeton— no quiere decir que le demos importancia ni mucho menos que a algunos nos guste. Al final son eso: expresiones urbanas. Algún día serán objeto de estudio sociológico y antropológico. Perdón, ya hay adelantos sobre el tema; los resultados nos arrancan sonrisas —a unos un ¡plop!— de nosotros mismos como sociedad. Otros, los más analíticos, se estarán preguntando qué mierda nos pasa.

Se me ocurre parafrasear a Mao Tse-Tung y el resultado suena algo así como: Quien no sabe música, no tiene derecho a grabar. Nada. Chu-chu-chu. Calladito, mejor. Para no ir tan lejos, el gran Gustavo Cerati, con todo su bagaje musical, se vio ‘obligado’, en varios de sus últimos conciertos, a cambiar la parte final de su emblemática Cuando pase el temblor por Despiértame cuando pase el reggaeton.

La fusión del hip hop y el reggae en español —Puerto Rico, allá por los años 90— no debió ser subestimada. Digo, están bien los experimentos, pero también se van descartando errores, ¿no? Parece que las limitaciones pudieron más y lo dejaron tal como quedó. Estoy casi seguro de que en ese primer ‘laboratorio’ varios productores huyeron antes de ser infectados. Lamentablemente, el virus alcanzó a los más débiles, se les metió en la cabeza y ya no había forma de revertirlo. Luego salieron a las calles en busca de más cerebros.

El reggaeton —a lo mucho— debería ser tomado como la opinión de una persona, de un simple transeúnte, y tratar de llevar la fiesta en paz. Reconocer que en una cierta mayoría cale o impacte, le guste o acepte esta opinión, no quiere decir que sea la correcta o la más acertada. Digo, por culpa de una mayoría de votos tenemos aquella mayoría congresal dirigiendo el futuro normativo del Perú. Ser mayoría no siempre es tener la razón. No.