Sonia Guillén terminó renunciando al Ministerio de Cultura luego del escándalo generado por la contratación de un impresentable motivador laboral allegado al presidente Martín Vizcarra, denominado Richard Swing, que era mantenido por el Estado en forma de agradecimiento por su apoyo a la campaña del breve expresidente Pedro Pablo Kuczynski.
No la orilló a desprenderse de su cargo su pésima gestión, el abandono total de los pueblos indígenas que están viviendo las peores consecuencias de la pandemia, la catastrófica crisis económica que atraviesan los artistas y gestores culturales, ni la inexistencia de normas legales, planes y políticas de reactivación cultural de su ministerio a más de dos meses del Estado de emergencia. Como ya es habitual en el Perú, tenía que ser un caso polémico el que generara su adiós, a pesar de que la contratación de Swing no fue responsabilidad suya, este personaje ya venía ganando más de 175 mil soles desde hacía dos años, insertado en labores menores y de relleno dentro del Mincul, lo que demuestra, únicamente, el elefante blanco que es ese ministerio, sobrepasado por la burocracia y que sirve para mantener a egresados de la PUCP y a servidores de los gobiernos de turno, y cómo se pagan los favores políticos desde que somos colonia hasta el día de hoy.
Diez ministros de Cultura han pasado sin pena ni gloria desde el 2016 hasta la actualidad y ninguno ha podido cumplir una labor a cabalidad, no solo por la incompetencia de los nombramientos, sino por la incapacidad de levantar un ministerio que está sobrepasado por tareas fundamentales (estructurales) y que no tiene el mínimo poder, por lo que solo se convierte en mesa de partes de un Estado kafkiano.