¿Qué es ser mujer?, se pregunta continuamente la filosofía feminista, y aún no encontramos la respuesta exacta. Sabemos que “ser mujer” no es tener útero o vagina, eso lo demuestran las mujeres trans y no tenemos nada que objetar. También sabemos que no somos mujeres porque reglamos o porque tenemos la potencialidad de maternar. La biología no nos contiene, eso lo ha comprobado categóricamente la teoría de género sobre la base de datos históricos, antropológicos y etnográficos. Entonces, ¿qué es ser mujer? Me aventuro a colocar una hipótesis: ser mujer es encontrar un violador en tu camino.
“Tenía 4 añitos y fui a la tienda a comprar un globo para jugar con el bebito de mi prima y el señor que despachaba me hizo pasar a su tienda, me bajó el pantalón y me empezó a tocar, salí corriendo como pude sin saber qué era eso. Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”.
¿Cuándo nos damos cuenta de que somos mujeres? No fue en el momento en que tuvimos conciencia de nuestro cuerpo, al bañarnos por ejemplo, y darnos cuenta de que teníamos algunas diferencias minúsculas con los cuerpos de nuestros hermanos y primos. Imposible pensar en el ser mujer porque nos falta o nos sobra carne. Solo nos damos cuenta de que somos mujeres en nuestro primer ataque sexual, es ahí donde se constituye la huella de la historia de las mujeres, la violencia que nos funda.
La identidad es una interpelación, alguien viene y te dice aquello que hasta el momento no se formulaba con un nombre, porque todo nombre tiene un contenido, una historia, un pasado, una carga semántica, un capital simbólico. Y ese nombre se nos da desde muy pequeñas.
“Y la culpa no era mía (8 años)
ni dónde estaba (en el micro)
ni cómo vestía (con vestido de niña)
El violador eras tú (un tipo viejo que se arrinconó a mi lado y me dejó su porquería de semen en mi hombro, no entendía qué pasaba… cuando bajamos no supe cómo decirle a mi tía porque yo misma no entendía, pero ella se dio cuenta y disimuladamente me limpió, me tomó fuerte de la mano y me dijo: ‘la próxima no te quedes callada’)”.
Te gritan ¡serrana! y toda una historia de inferiorización se posa en nuestros cuerpos, te gritan ¡negra! y todo un mundo de subalternación se inscribe en nuestras vidas, pero para constituirnos como mujeres no necesitan gritarnos nada, son suficientes las miradas lascivas, los acercamientos incómodos, las caricias no pedidas, los besos no consentidos, el sometimiento de nuestros cuerpos, el ultraje de nuestra inocencia. La cercanía de un pene a nuestro hombro, nuestra espalda, nuestra pierna, nuestra cara. El olor de esa masculinidad que abusa con plena conciencia de su abuso, con todas las estrategias e impunidad de una sociedad que le da la espalda a las niñas.
“Tenía 11 años, un extraño me violó. Me costó más de 30 años aceptar que la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía… Mi niña sintió culpa y rabia por no haber sido lo suficientemente inteligente, por no saber defenderse como consecuencia del maltrato infantil y por no saber que si tocas a una persona el cuerpo reaccionará sin que ello pueda suponer voluntad, deseo, responsabilidad. Por muchos años sufrí, anduve confundida y juzgándome hasta que pude hablar, comunicar, escuchar y comprender. Escribo esto por sí ayuda a alguna compañera”.
La violencia fundacional con la que nacen nuestros Estados-nación se reproduce cada día en la historia de las mujeres, esa violencia fundante nos convierte, en el imaginario social, en complemento de, en parte de, en mitad de algo, en posesión de alguien, en objeto de deseo, en bien, en mueble, en mercancía, en regalo, en intercambio, en puente para vincular a los hombres y convertirlos en hermanos y socios.
Qué son las violaciones correctivas sino la forma más patente de convertir a la hembra de la especie en una mujer domesticada. Para qué violan a las lesbianas si no es para decirles cuál es su lugar en el mundo. El sentido común patriarcal lo sabe muy bien, las violan para convertirlas “en mujeres”. Entonces, ¿qué es ser una mujer?
“Tenía 9 años y era mi vecino. Yo era una niña lesbiana, odiaba los vestidos, me amarraba el pelo para evitar cualquier forma de feminidad, corría, saltaba, reía. Alguien tenía que venir a romper mis sueños. Me ha costado más de 20 años entender que la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía”.
Nos han hecho creer que esa violación debía repetirse continuamente en la aceptación de la heterosexualidad obligatoria como destino, en la compulsión constante para tener novio, en nuestros abortos, en el matrimonio forzado para escapar de casa, en el cuidado perpetuo de lxs hijxs, en el trabajo doméstico 24/7, en ese sentimiento de insatisfacción constante que no tiene nombre, en el usufructo de nuestro tiempo, en la mutilación de nuestros deseos, en la renuncia de nuestros más profundos anhelos, en el dejar de ser una para ser de otros.
Es esa violencia fundacional que se replica en nuestros cuerpos cada día de la historia del mundo la que nos constituye como mujeres. Y es una condena, reflejada claramente en la letra del himno feminista que ha dado la vuelta al mundo: “El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer”. Y la sentencia es justamente vivir la experiencia de la violencia sexual, en sus múltiples matices, y luego de esa violencia, asumir el rol de género que se nos atribuye históricamente. Ninguna mujer escapa de ello pues es justamente lo que nos constituye.
¿Cuándo dejará de hacerlo? ¿Cuándo ese trágico destino dejará de cernirse sobre nuestras vidas? Cuando la sociedad entienda que la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía, y sobre ese entendimiento sea capaz de construir formas distintas de relacionamiento. Cuando las mujeres puedan tener las oportunidades y capacidades para rechazar la dependencia emocional, el amor romántico, la heterosexualidad obligatoria, la domesticación y el paternalismo. Cuando los hombres interioricen desde muy pequeños que su violencia constitutiva ejercida hacia lxs otrxs, no solo violenta a mujeres, sino también a ellos mismos. Cuando el género deje de ser una cárcel y desaparezca.
Mientras tanto, las mujeres seguirán uniéndose, contando sus experiencias para proteger a otras, colectivizándose para darse fuerza, salir a las calles, gritar la rabia y luchar con todas nuestras fuerzas para que nuestras hijas y hermanas no tengan que vivirlo, para que puedan dormir tranquilas y sin preocupaciones. Para que no tengan que gritarle a nadie: ¡El violador eres tú! nunca más.