El distanciamiento social no acaba de nacer con la pandemia, ha existido por siglos a lo largo y ancho del país. Si queremos hablar de nuestra vida republicana, podemos decir que el próximo año estaremos cumpliendo 200 años de privilegios y centralismos para algunos, y pobreza y olvido para otros.

La educadora popular cubana Marbelis Gonzales Mesa dijo alguna vez que “lo comunitario da sentido de vida en los momentos de crisis. La gente ante la desesperanza se organiza”. Afirmaciones que hoy más que nunca se cargan de sentido y eco en la atmósfera peruana.

Hace unos días visité, con un grupo de compañeros de todos los lados de Lima, el asentamiento humano La Nueva Casuarina, ubicado en la parte más alta de San Juan de Lurigancho, distrito que tiene una población de más de un millón de habitantes. Aquí golpea fuerte no solo la covid-19, sino también el frío y el hambre.

Fuimos un menudo grupo, entre fotógrafos, escritores, artistas plásticos, comunicadores y barberos, no más de quince personas, llevando víveres y algo de esperanza.

Al llegar al local del comedor popular, que antes de la pandemia atendía a más de cien personas, nos recibieron colmándonos de sonrisas todas las madres y niñxs allí presentes. “Ustedes son los primeros y los únicos que han venido con ayuda, hace meses que nuestro comedor popular está cerrado porque no tenemos nada para cocinar”, nos dice una de las madres presentes, partiéndonos el corazón.

En su pobreza económica, aquellas madres prendieron el fogón y nos obsequiaron chocolate caliente y pancitos con atún, además de harto afecto. Y es que una sonrisa de ilusión y esperanza puede encender mil fuegos internos para seguir luchando contra la adversidad.

Allí, en aquel cerro entre el frío y la neblina, conocí a Anyelí, Lucas y Lean. Tres niños preciosos de quienes guardo su sonrisa en mi mente. Jugamos armando unos muñequitos, conversamos y reímos.

Delfina, la mamá de Anyelí, me contó que trabajaba de costurera, pero que ahora lleva varios meses sin un cachuelo. Subsiste como puede. El padre de su pequeña la abandonó, le inició un proceso por alimentos, pero no lo continuó porque él es muy violento. “No quiero terminar muerta, prefiero no pedirle nada y luchar sola por mi hijita”, me dice con la mirada triste, pero firme.

¿Se han puesto a pensar en la postal bicentenaria? Si me pidieran una que retratara a mi país, sería la fotografía de Delfina y su hijita al hombro, en medio del cerro, con la mirada cansada, pero fuerte, capaz de luchar con coraje y dignidad.

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