*Ilustración hecha por Tach Maeshiro

Con los ojos cerrados iré tras de él.
Con los ojos cerrados siempre lo amaré.
Con los ojos cerrados yo confío en él.
Con los ojos cerrados yo le quiero creer.

Le voy a creer. 

Estrofa principal de la canción Con los ojos cerrados (Gloria Trevi 1992)

Hoy se cumplen 26 años del autogolpe de Estado de 1992, medida inconstitucional con la  que el gobierno de Alberto Fujimori devastó las principales instituciones que funcionaban como sus contrapesos políticos. A partir de ese momento imperó el reino de la impunidad. Lo que vemos ahora en el Congreso (como el escándalo de Yesenia Ponce y sus compañeros de aula fantasmas, por ejemplo) es solo una muestra de lo que en la década del 90 fue una práctica extendida y normalizada en todo el aparato estatal: la libre violación de la ley. Sin importar el crimen que se cometiese, si alguien del régimen estaba involucrado en él, el caso no prosperaba en el Ministerio Público ni en el Poder Judicial. Es más, el Legislativo llegó a ser utilizado para impedir que estas instancias realicen las pesquisas necesarias con leyes promulgadas en menos de 24 horas gracias a los votos de la mayoría fujimorista. Sin embargo, hubo personas que trataron de difundir, de hacernos ver el rostro más corrupto y sanguinario del gobierno. Algunas de ellas, como la agente de inteligencia Mariela Barreto, cayeron; pero otras, a pesar de todo lo que les hicieron, lograron sobrevivir.

Este 5 de abril quiero recordar el rol que jugó una mujer ante las tropelías cometidas dentro de la esfera más alta de poder y por el círculo más íntimo de Alberto Fujimori. Me refiero a su exesposa y madre de sus 4 hijos, Susana Higuchi. La ex Primera Dama selló su destino días antes del autogolpe, cuando se atrevió a señalar públicamente a familiares del entonces mandatario por apropiarse de donaciones destinadas a  los más necesitados. Esta fue la primera de muchas otras de sus denuncias, las cuales no lograron mancillar la imagen de integridad moral que Alberto Fujimori destiló durante la mayor parte de los 90. Más bien, fue ella quien terminó siendo encerrada, reemplazada, insultada, burlada, torturada, abandonada y negada. Ese fue el precio que tuvo que pagar por ser la esposa que traicionó a su propio marido: por negarse a ser su fiel compañera sin importar los actos que cometa, por no encomendar su vida a él ni a sus deseos, por no permanecer con los ojos cerrados.

Susana, al violar el mandato mariano de vivir por y para su esposo, se convirtió en una mujer paria y desechable, sobre la que se puede hacer y decir libremente cualquier cosa. Otra manera de castigar su traición ha sido a través del silencio. Su nombre hasta ahora resulta impronunciable dentro de la conservadora comunidad nikkei, entre los suyos, entre los míos. Lo mejor era estar lejos de ella, pues traía consigo el caos. Lo encarnaba. Es así como se quedó sola (y aun así ella continuó hablando). 

Susana Higuchi es una sobreviviente. Creo que fue la primera mujer en enfrentarse al régimen. No fue la última. Lo particular de su caso es la manera como sus palabras, como si se tratase de la Casandra griega, cayeron en el vacío. Antes del 5 de abril de 1992, fuimos advertidos y nada hicimos. Bueno, la comenzamos a llamar y a tratar de “loca” (como suele ocurrir con las mujeres que denuncian). Preferimos seguir creyendo en el hombre que aparentaba ser el más recto y trabajador de todos. Tal vez, por eso, ella ha sido castigada de esa manera: porque osó mostrarlo tal y como era. Muy pocos se acuerdan ya de que Susana asistió a la misa que se ofició en 1994, antes de que los restos de los “desaparecidos” de La Cantuta fuesen enterrados en el cementerio. Al acudir a misa, ella se jugó la vida. En más de una oportunidad lo hizo. Que este 5 de abril nos sirva no solo para recordar lo que el régimen fujimorista destruyó, sino también lo que algunos ciudadanos hicieron para tratar de impedirlo. Que no haya una Susana más sola. Nunca más.