Algunos carteles de los internos del Penal Castro Castro decían “Tenemos derecho a la libertad”, otros solo pedían “Ayuda” o exigían su derecho a la vida. Unos buscan que el acceso a los indultos presidenciales se amplíen, a pesar de que aún no accede nadie, los otros, mejores condiciones sanitarias para que deje de propagarse el coronavirus en las instalaciones penitenciarias, situación que afecta gravemente la vida de los internos, en penales que no tienen la mínima capacidad para salvarles la vida.

El Perú no es un país que apruebe la pena de muerte, aunque cada cierto tiempo, con algún crimen espantoso de por medio, se avive el debate, promovido cómodamente por algunos políticos de derecha, para salirnos de todos los tratados internacionales que nos lo impiden. En el Perú hay una masa esperando que esto sea posible alguna vez, mientras tanto, celebran que el coronavirus haga el trabajo que el Estado no puede hacer.

El lunes, que se amotinaron los internos del penal más grande, hacinado y tenebroso de Lima, el Castro Castro, ubicado en el distrito que más contagio presenta hasta la fecha, San Juan de Lurigancho, solo pedían mejoras que ayudaran a salvar vidas, a cambio de ello, el gobierno les tiró balas.

Nueve muertos fue el saldo de un gobierno que ha puesto en la última cola las vidas de las personas en situación de carcelería, encerrándolas no para reformarlas, rehabilitarlas y darles otra oportunidad en un país que se las quitó todas, sino para que no estorben más a una sociedad que cree que metiendo a la gente pobre y racializada a un hoyo van a lograr vencer la delincuencia o el miedo. Ninguna cárcel ha sido útil para esa misión.

Miles de presidiarios viven actualmente con enfermedades relacionadas a la pobreza, como tuberculosis y VIH, otros miles tienen algún tipo de discapacidad física o mental, 69 van a morir irremediablemente por el cáncer sin ningún tipo de seguro de salud, 160 son madres con sus hijos que nunca debieron estar presas, 40 mujeres más se encuentran gestando frente a los ojos de un Estado que también condena a sus hijxs.

Pobreza y racialización más hacinamiento y ausencia de derechos, eso es lo que han demostrado ser las cárceles hasta la actualidad, hasta que llegó un virus para sacar de debajo de la alfombra todo lo que habíamos naturalizado y que iba deshumanizándonos cada día como sociedad.

Van más de 30 muertos por coronavirus y más de 700 infectados sin esperanzas a nivel nacional, sin mencionar a los cinco trabajadores del INPE que ya perdieron la vida, a los 16 que están hospitalizados luchando por sus vidas y a los más de 200 infectados.

Algunos celebran que los presos mueran encerrados sin ninguna capacidad del gobierno para garantizar sus vidas, olvidando que esos presos son seres humanos que solo han perdido el derecho a la libertad, mas no a seguir viviendo, y que cualquiera puede caer en el sistema penitenciario gracias a un Poder Judicial indolente y corrupto, que mira todo el tiempo hacia los pobres y no hacia los ricos.

Nueve hombres han muerto en el penal Castro Castro y lo “mejor” que hizo el INPE fue poner al lado de sus nombres los delitos que cometieron, para dejar claro que no eran “ángeles”, para dar una sensación a la población de que tal vez sus muertes eran “justas” y estaban “justificadas”, para bajar la connotación de injusticia del crimen que acababan de cometer y de los que vendrán, porque dejar morir a personas en penales hacinados es condenarlos a eso: a una sentencia social de pena de muerte, a falta de una sentencia penal, porque el 40% de los que están ahí encerrados no han pasado por un proceso judicial.

Se necesita deshacinar y darle un nuevo rumbo al sistema carcelario, uno que realmente garantice que cada peruano y peruana que ingresa a vivir tras sus rejas tenga una oportunidad de enmendar su vida, salir libre y empezar de nuevo.