Retablo, de Álvaro Delgado-Aparicio, narra la historia de una familia que prontamente se ve impactada por un secreto. Madre, padre e hijo atraviesan por distintos procesos para aceptar que lo que está pasando es real y no fruto de una equivocación del destino. El proceso de Segundo -el hijo de 15 años, aunque parezca más pequeño y más frágil- para aceptar la homosexualidad de Noé, su padre, es largo e implica más de la mitad del tiempo que dura la película. Porque no es fácil, porque nada es gratuito en una sociedad que se resiste a hablar sobre el tema en voz alta, y que es capaz de golpearte y expulsarte de ella si no escondes aquello que es rechazado por el prejuicio y la ignorancia, y que en el fondo es considerado una amenaza, para la masculinidad de los hombres que tienen que ser cabeza de hogar sin ningún tipo de expresión de “debilidad”, y para la feminidad de las mujeres que tienen que ser esposas y madres. La homosexualidad anula esas fantasías y la homofobia está ahí para hacerlas realidad.
La homofobia, sin ninguna duda, es una problemática que mata, espiritual y físicamente, por partida doble, mata a los homosexuales y manda a matar los propios deseos de aquellos que disfrazan su latente homosexualidad con homofobia. Para matar esos deseos, mata. Y es lo que podemos cuando la violencia se desata frente a una persona que representa una amenaza para el pueblo, y la respuesta de un hijo que no está dispuesto a dejar de amar a su padre.
La masculinidad hegemónica es una herencia, y si esta se disloca en la mitad del camino, cuando estamos en proceso de formación de nuestra propia identidad, ¿qué sucede? Segundo le dice a su madre que ya no quiere hacer retablos, que prefiere irse a los algodonales en Ica con su amigo, en un intento inútil por recuperar por otros medios aquella herencia que cree perdida, y que puede ser subvertida por el alejamiento. Su madre le niega esa posibilidad: Segundo tiene que ser como su padre, esa es la consigna de todo hijo. Tiene que heredar sus tradiciones y su arte. Y Segundo solo lo acepta cuando la tragedia ya es inminente.
En una escena previa somos testigos de cómo Segundo intenta rescatar aquella masculinidad que cree perdida por culpa de su padre. De noche y ebrio va a la casa de Felícita, la vendedora del mercado que le gusta, y se cuela en su cuarto mientras ella duerme, pero algo supera a la violencia con la que se construye la masculinidad. Segundo es incapaz de dañar, eso no hace un hombre, menos un hombre que ha aprendido a amar con ternura a su padre.
¿Qué hacen los hombres? Se lastiman entre ellos para hacerse hombres. El fútbol, las bromas sexuales, el alcohol y los rituales de lucha son los espacios de formación. Mientras más latigazos tires y más soportes, más hombre serás, y Segundo lo prueba, pero lo único que consigue es adolorirse y sentir más furia por lo que le está pasando. ¿Eso es sentirse hombre?
En un momento culminante de la película, cuando tiene que tomar una decisión irreversible, porque la vida se hace invivible, Segundo decide dejar de ser un niño y convertirse en un hombre, no necesitó golpear a nadie, violar a nadie, matar a nadie. Es un hombre porque decidió quedarse con lo que amaba, así lo que ame sea aquello que todo el pueblo rechaza. Segundo decide amar lo que está prohibido de amar, lo que la masculinidad hegemónica le exige a gritos que no ame y que expulse de su vida con odio. Segundo no acepta esa forma de ser hombre.
Retablo se convierte así en el tour de force de un adolescente en su camino a convertirse en hombre, y lo logra con creces. Las constantes aperturas de distintas puertas, desde las de las casas hasta las de los retablos, son los atisbos a estas nuevas realidades, alegorías de entradas y salidas, de encierros, pero también de posibilidades, de cierres, pero también de puntos iniciales para empezar otras vidas. Y otras vidas son las que merecen todas las personas condenadas a ser los otros..
Ojalá que Retablo pueda ser pasada en televisión nacional, y recorra todos los colegios del Perú. Si el Estado no hace su tarea para erradicar las taras de la discriminación, por lo menos que permita al arte darle su ayuda. Cambiará muchas vidas, para mejor.
Posdata
Luego de ver Retablo me preguntaba si es invivible la vida como marica, machona o traca en los Andes. El 2006, el director ayacuchano Palito Ortega presentó El pecado, tal vez la primera película que reflejaba la violencia brutal que vivían las personas disidentes sexuales en la Sierra, justo en Ayacucho, en donde también se realizó Retablo. ¿Nada ha cambiado 13 años después de esta película? Sí y no.
El activismo LGTBI unido al movimiento feminista ha avanzado incluso en espacios en donde se cree ciegamente que no existen estas expresiones de la diversidad sexual. Es indudable que el Perú no es el mismo desde hace una década, a pesar de la confrontación constante con un movimiento fundamentalista que nos quiere mantener en el retraso y la violencia.
Extrañamente en la película no aparecen ni los discursos religiosos que avalan este tipo de conducta violenta hacia la diferencia sexual (que están fuertemente enraizados en los pueblos andinos a través de las sectas evangélicas y las iglesias), ni las posibilidades que tienen los lgtbi de esa zona de construir vivencias con sus iguales (las redes sociales, los teléfonos celulares, las zonas protegidas como bares y discotecas, las organizaciones activistas, las familias elegidas), la violencia viene de parte de la misma organización de la sociedad civil que intenta proteger a la población de ladrones y, de paso, de lo que consideran perversiones, organizaciones fuertemente jerárquicas y machistas, que no dudan en actuar como actuaba el terrorismo en los 80, matando a diestra y siniestra a quienes no eran considerados futuros hijos de la revolución, la escoria de la sociedad: delincuentes, prostitutas, maricones. Sin lugar a dudas estas organizaciones también han cambiado, pero aún falta mucho, y el coraje no es que nos sobre, pocos queremos morir a manos de la turba. Es a esa turba a la que va dirigido el mensaje de El pecado y de Retablo. Lo irracional nos aleja de cualquier posibilidad de civilización. Civilicémonos.