Por Ana María Guerrero

Mientras más pasan las horas y leemos las maromas argumentativas justificando los bonos, sentimos que más nos quedamos sin palabras. Por eso hay que seguir diciendo, porque las palabras son las armas que tenemos para defendernos de la impunidad y la desfachatez.

La razón que corre entre abonados y amigos (con anuencia de algunas autoridades) es que “había que retener talentos que de otra manera no se hubieran quedado a trabajar en la PUCP”. Leo esto en los muros y comentarios de amigos y colegas y siento pena, indignación, una distancia enorme frente al negacionismo y la elitización de su sentido común. Se me caen los brazos. En esto terminan las argollas y el endiosamiento de la gente: creyendo que hay una revelación académica que saldrá de ciertas materias grises (creerán, no sé, que es cosa de la biología, de organismos privilegiados con nombre y apellido) en vez de la ebullición de la vida académica colectiva.

¿Y todos los colegas que tienen iguales o mayores credenciales que los abonados, y que aportan a veces más y mejor que los propios abonados sin haber necesitado del famoso bono? ¿Dónde quedan? ¿Por qué hay colegas a tiempo completo dictando diez, veinte, treinta, cuarenta años que sí se pueden quedar sin nada más a cambio que la aceptación de las reglas de juego? ¿Qué cosa es eso del derecho a la discrecionalidad de la rectoría para apoyar gente (o “proyectos”, vaya eufemismo) a dedo? ¿Qué cosa es eso de que “a mí me llamaron y yo solo fui”? Oigan, por favor: ¿qué les pasa? Parece que no conocieran el mundo afuera ni cómo funcionan las academias en otros lados.

Comienzo a entender un poco más por qué tantos y tan largos silencios (en discurso y acción) sobre la pauperización de la educación superior pública. Con dinero público estos bonos serían más graves si me permiten esta falaz relativización. Entiendo un poco más, hoy, sobre la complacencia que se tuvo con la neoliberalización de la universidad y la consecuente despolitización del cuerpo docente y el alumnado. Después de los golpes argentinos y brasileños los profesores universitarios fueron agentes históricos de cambio de sus sociedades. Dejaron sus vidas en la construcción académica colectiva, cuidaron a las ciencias humanas y sociales de ese productivismo maniaco de lo que hoy se quiere pasar como “normal”, lo que sería inevitable para la internacionalización. “Yo investigo” dicen algunos, “yo cobro más” dicen otros. “Teníamos que hacerlo” dicen unos cuantos. Como Marcial con sus cobros ilegales: cosas de fuerza mayor.

Si miramos a nuestros vecinos, la academia de los países de al lado, veremos que sobran demasiados ejemplos de profesores universitarios que se quedaron e hicieron bien las cosas sin necesidad de negociar por afuera. De hecho, eso es lo que hicieron, no al revés. No es que el profesor fulanito de tal hace a la universidad, es el prestigio de la universidad, su proyecto de sociedad, su dirección reflexiva lo que nos nutre y es suficiente para quedarnos. Veo a mucha gente blandir sus pergaminos de universidades gringas como si el solo hecho de tenerlas significara ser mejor profesor, investigador o ciudadano. Los profesores universitarios, oigan, alimentamos almas críticas, construimos y reconstruimos puentes con la sociedad una y otra vez. Importa más producir experiencias y reflexiones repletitas de sentidos que artículos en serie para revistas en serie. No hay formato APA para la resistencia intelectual universitaria. Y esto solo se aprende en la universidad latinoamericana, donde estudiantes y profesores le llamamos golpe al golpe y fraude al fraude. La transparencia en las reglas de juego, defenderlas y seguirlas, es lo que nos permite decir las cosas abiertas, a tiempo y sin miedo.

Paren de justificar lo injustificable, por favor. El honor no llega por jurar decencia, es la transparencia de tus actos y tus decisiones, el juego limpio con tus colegas, lo que cada día te honra. O no.