Como mujer, quiero un lugar para vivir en donde no deba sentir miedo, miedo de caminar por la calle y ser acosada, de sentirme vulnerable y expuesta. Quiero vivir en una sociedad que no sea cómplice de la violencia, que no la justifique. Que reclame y asuma como tarea el visibilizar y denunciar la violencia hacia la mujer en cualquiera de sus formas. Quiero una justicia que repare a las víctimas.

A raíz de la sentencia del Juzgado Penal de la Corte Superior de Justicia de Ayacucho que absuelve a Adriano Pozo, agresor de Arlette Contreras, de los delitos de violación sexual y feminicidio en grado de tentativa; la ciudadanía ha vuelto a cuestionar a la justicia peruana. Es así que existe una percepción de impunidad ante los casos de violencia hacia la mujer que ha sido manifestada en distintas acciones ciudadanas que tienen como única finalidad exigir justicia para aquellas mujeres que han sido víctimas de violencia.

Existen diversos obstáculos para el acceso a la justicia de las mujeres víctimas de violencia, entre ellos se encuentran los estereotipos de género, que expuestos en sentencias vergonzosas, crean un imaginario colectivo negativo para las mujeres, pues se replican en todos los niveles de la vida social, incluido el ámbito de la administración de justicia.

La Corte IDH ha desarrollado ampliamente jurisprudencia sobre los estereotipos de género como obstáculo para la administración de justicia, los define como “Una pre-concepción de atributos o características poseídas o papeles que son o deberían ser ejecutados por hombres y mujeres respectivamente”. Afectan a hombres y a mujeres, pero poseen connotaciones sociales distintas. Por ejemplo, ellos son sinónimo de fuerza, independencia económica, mundo de la razón y espacio público; mientras que nosotras somos sinónimo de debilidad, dependencia económica, mundo de los sentimientos y espacio privado. Estos se manifiestan a través de creencias, actitudes e imaginarios arraigados que legitiman la violencia hacia la mujer.

Muchos operadores de justicia los reproducen generando problemas en la búsqueda de justicia con investigaciones centradas en las características de la víctima, descalificación de la credibilidad de la víctima durante el proceso penal en casos de violencia y una asunción tácita de responsabilidad de ella por los hechos; lo que se traduce en inacción para investigar y sancionar el delito. Clásico ejemplo de ello se refleja en la recepción de la denuncia: a la mujer se le cuestiona por su forma de actuar, de vestir o si quizá hizo “algo” que desató la ira del agresor.

Sentencias vergonzosas que contienen estereotipos de género hay por montones. En los casos Gonzales y otras (“Campo Algodonero”) vs México y Veliz Franco y otros Vs Guatemala, que tratan sobre la desaparición y asesinato de mujeres jóvenes sumado a una actuación inadecuada de las autoridades; cuando las familias acudieron a clamar justicia percibieron que las autoridades juzgaron el comportamiento de las víctimas. En el caso Campo Algodonero, dijeron que las víctimas eran “voladas” y que “fueron con el novio”. En el segundo caso mencionado, las autoridades mencionaron que la víctima era “una cualquiera, una prostituta” y que tenía inestabilidad emocional por “andar con muchos amigos”. Esto, evidentemente, constituye una discriminación en el acceso a la justicia y reproduce la violencia.

 

Quizá la sentencia más vergonzosa fue la emitida en el 2016 por el Juzgado Penal Colegiado en el Caso Arlette Contreras. Entre sus argumentos, afirmaba que no existía delito de violación sexual pues ella debió pedir ayuda antes de entrar a la habitación del hotel y que se advertía que ambos entraron voluntariamente a dicho establecimiento. Para los jueces entrar de manera voluntaria a un hotel significa abrir la puerta o consentir una violación. Nada más erróneo y cargado de estereotipos que este razonamiento, pues entrar de manera voluntaria a un hotel no significa asumir el riesgo de ser violada. Es así que al ser un delito en contra de la libertad sexual es perfectamente posible que las víctimas, en ejercicio de dicha libertad, decidan en cualquier momento no tener relaciones sexuales. Esto refuerza los estereotipos de género que prescriben que las mujeres debemos ser “buenas mujeres” y guardar “las buenas costumbres”.

Además, indicaron que no existían indicios de resistencia por parte de la víctima ya que el agresor le sacó las botas y las pantys sin evidenciar lesiones. Es decir, no es suficiente la negativa (falta de consentimiento) de las mujeres en casos de violencia sexual, sino que esta debe expresar una evidente “resistencia”. Si bien es cierto que las huellas en el cuerpo de la víctima son un indicio, estas no son requisito indispensable para afirmar que existió la comisión del delito. Es decir, que no es necesario que la víctima se resista u oponga físicamente al ataque, un “no” es suficiente para dilucidar la falta de consentimiento. Toda afirmación contraria a ello, brinda el mensaje de que el “no” de una mujer, en ciertos contextos, podría contar como un “sí”.

Y como si esto fuera poco, el principal argumento utilizado para descartar la tentativa de feminicidio fue que el acusado no sentía odio por el género femenino porque él lavaba los platos. Esto quiere decir que compartía actividades comunes a las mujeres.

Argumentos vergonzosos cargados de estereotipos como los comentados anteriormente son los que hacen creer que existe un cierto grado de tolerancia hacia la violencia contra la mujer, tolerancia  que genera impunidad. Tenemos un largo camino por recorrer en una sociedad que culpa a la víctima y justifica al victimario, en donde las mujeres tenemos la culpa de haber sido abusadas: porque llevábamos la falda muy corta, porque salimos con amigos, porque habíamos tomado, porque regresamos tarde a casa, siempre hay un motivo para culpar a la víctima. Es sumamente necesario encontrar reparación en un país donde somos violentadas una y otra vez: por los agresores, por la sociedad que juzga a la víctima, y muchas veces, por la justicia.