Escriben: Ana Karina Barandiarán y Vero Ferrari

La historia de Antuca es la historia del Perú y la historia de miles de mujeres indígenas y campesinas. Una historia de despojo, de arrancarles las raíces a los pueblos originarios y abusar de ellos hasta matarlos. Pero como a otras miles, a Antuca no pudieron matarla, ni de niña cuando fue separada de su hogar por la pobreza en la que se veía sumida su familia, luego de la muerte de su padre, para explotarla en diversas casas de la capital, ni cuando le cortan el pelo en una larga tradición de usos abusivos del cuerpo de las mujeres indígenas por parte de mujeres urbanas, ni cuando una u otra vez intentan destruir su integridad sexual a punta de forzamientos por parte de los hombres de la casa, con total impunidad e incluso complicidad de quienes son testigos o saben lo que pasa, pero prefieren cerrar los ojos ante ello.

A Antuca le rompen sus raíces, y ese desarraigo impuesto desde pequeña hace que desee regresar a su pueblo para reconectarse con aquellos saberes que poco a poco van escapando de su memoria. Es así que un día renuncia a una situación de explotación más, renuncia a un amor que la hace sentir menos y que pretende arrancar aquellas alas de libertad que Antuca poco a poco ha logrado construir.

Ella decide volver a su pueblo con una amiga, con la que comparte la misma historia de opresión, a quien también impulsa a renunciar (porque ve cómo se encariña con un hijo ajeno, otro abuso patriarcal en donde la carga doméstica de unas mujeres es reemplazada con otras mujeres, más pobres, más indígenas o más viejas) y partir con ella.

Antuca busca dejar atrás años de abusos para ir en busca de aquello que le fue negado desde niña: una familia, un pueblo, costumbres y tradiciones que nunca pudieron hacerse suyas. Mientras viaja y conversa con su amiga, somos testigos, a través de constantes flashbacks, de todo lo que ha tenido que pasar desde que fue arrancada de su hogar y compartimos con ella una historia que es mil historias a la vez, porque nos hacen sentido, porque conocemos decenas de casos parecidos, porque nuestras madres, tías o abuelas lo han vivido.

Pero Antuca llega a su pueblo y nada es lo mismo, se reencuentra con su hermano a quien dejó de ver de niño, con su abuelo, con las mujeres de la comunidad aquellas que son las encargadas del tejido, con su primer amor, pero ve en ellos algo que Antuca ya no es. Eso que le pesaba, que era no tener raíces, se convierte en la afirmación de su libertad, a diferencia de los hombres (y mujeres) de su pueblo, en los que las raíces terminan atrapándolos, Antuca no puede ser atrapada, era un ser libre y no lo sabía.

Deja todo lo añorado atrás y va de regreso a donde ella ha decidido poner sus raíces, en donde está su comunidad, que ella misma ha ayudado a construir y hasta ese momento no lo percibía de una manera tan clara. El pasado queda atrás y se refleja en la escena del adiós, cuando el hombre al que amó de pequeña se queda rezagado, mientras su amiga la espera en la zona alta, y ella le da el alcance y el horizonte se abre ante las dos. El mundo es para ellas ahora.

Antuca vuelve con su sindicato de trabajadoras del hogar, pero ya no es la misma, es la que lleva la libertad, una libertad que sabe que es necesario compartir y fortalecer. Por eso Antuca les invita un licor de su pueblo, un licor que todas prueban en un ritual de sororidad. El licor es un símbolo de liberación y de hermanamiento.

Hay otra escena en donde el licor aparece, Antuca escapa de una casa en donde la violentan y nadie la recibe porque piensan que podría ser terrorista, busca trabajo infructuosamente hasta que una mujer “de la calle”, la recoge y la lleva a su casa. Ahí ella es testigo de otro drama, el de una mujer que quiere “vivir su vida”, pero tiene en su casa una realidad de la que no puede escapar, una madre que le demanda cuidados a su hijo, una pareja casi inexistente. El licor que esta mujer le comparte a Antuca, mientras conversan, es amargo como amarga es la realidad de las mujeres.

En la escena en que Antuca celebra su regreso con sus compañeras, el licor que comparte ya no es amargo, está cargado de risas y complicidades buenas, está cargado de futuro.

No es casual que el primer patrón de Antuca sea un congresista que vive en una casa enorme de una zona privilegiada de Lima, y que la primera escena en donde la vemos servir la mesa sea ante dos hombres que conversan estruendosamente mientras sus esposas se aburren. Ellos conversan de la democracia, se llenan la boca con discursos sobre la patria: “El pueblo me eligió para ejercer la democracia, el estado de derecho”, dice el congresista. “Democracia, qué sabrán esos indios analfabetos de democracia”, le replica su amigo. “El pueblo tiene que aprender a ejercer la democracia”, sentencia el congresista, se pone en pie y se dirige a la cocina e intenta manosear a Antuca, con el poder que esa democracia les ha dado a los hombres ricos que la gobiernan. Hay una crítica social evidente, una crítica al país, al poder, a quienes construyen la nación sin separar el fuero interno donde son capaces de cualquier bajeza, del fuero externo en donde deben ser impecables republicanos. Esa diferenciación no existe, nos dice Barea, los hombres que gobiernan al pueblo lo hacen como si gobernaran su casa, a punta de mentiras, maltratos y abusos.

En la película no hay conmiseración con las clases altas ni con los hombres, ellos son mostrados como despreciables, en mayor medida, por abusivos y racistas o por conformistas y pasadistas. De cualquier forma, en la urbe o en el campo, el sistema patriarcal busca encerrar a las mujeres, quitarles su libertad, mutilarles los sueños.

Así que Antuca vuelve con su organización, con sus compañeras y comparte la libertad con ellas. En la última escena se ve cómo Antuca arma su casa de esteras al lado de ellas, y sueñan juntas en dónde van a poner los electrodomésticos, signos del progreso que también quieren alcanzar a pesar de que su patria hace todo lo posible para que no lo consigan nunca.

Antuca construye sus sueños en un arenal, al lado de las suyas, arrancándole pedazos de esperanza a la pobreza, ya no sirve a nadie, ahora es para ella misma, y ante ella se abre un mundo nuevo, un mundo de casas igual que la suya, con mujeres igual que ella, que saben lo que es el trabajo arduo y el sufrimiento, y que construyen ese otro mundo posible para sus hijas.

Ficha técnica

Dirección: María Barea

Guion: María Barea con Micha Torres, Lieve Delanoy, Gudula Meinzolt, Petruzka Barea y otras.

Producción: Warmi Cine y Video, Jenny Velapatiño y Mercedes Zevallos.

Reparto: Graciela Huaywa, Hilda Tito, Eduardo Cestí, Gonzalo Rivero, Teresa Serra, Clementina Serrano, Martha Loza, Josefina Condorí, Pascuala Caballero, Ricardina Yapure.

Música: Chalena Vásquez.

Año: 1992