La situación de las mujeres sobrevivientes víctimas de violencia machista es muy dura y cruel, pues no solo se atraviesa el dolor de la agresión y del saberse vulnerable, sino que además el alzar la voz y generar una denuncia implica el inicio de una caótica situación, en donde, por un lado, la sociedad patriarcal empezará a destilar prejuicios y cuestionamientos inquisidores que dañan profundamente a la víctima e inhiben a las demás mujeres a hablar y, por otro lado, el sistema de administración de justicia comenzará a mostrarse corrupto, ineficiente e indiferente, abrazando con impunidad a los agresores responsables.
Ser víctima y decirlo en aras de la búsqueda de la sanción correspondiente es un acto de profunda valentía y coraje que merece ser respaldado por todas aquellas personas que queremos una sociedad en donde las mujeres sean tratadas como las personas que son. Pero, además, ser víctima denunciante de la violencia machista, es ser ese personaje incómodo que la sociedad patriarcal detesta, es aquello que odian los machistas, porque de pronto aquello que están acostumbrados a hacer con total naturalidad en las tinieblas del sucio machismo comienza a ser cuestionado y comienza a ser expuesto en la agenda pública, quedando claro que sí existen las situaciones de violencia que desde tiempo inmemorables pretenden invisibilizar.
La sociedad machista quiere a mujeres silentes, sumisas, agentes de prestación de servicios ad honorem, objetos de satisfacción de deseos sexuales y entes sometidas a la voluntad y manipulación de los hombres, por eso, toda aquella mujer que no encaje en ese ideal de mujer “perfecta” será cuestionada e incluso agredida para reorientarla a ese camino del infortunio.
Muchos hombres, en su afán opresor, maltratan a las mujeres para “ponerlas en su sitio”, en ese sitio que el machismo tiene destinado para nosotras, en el subsuelo de la dignidad humana; entonces, ocurre algo que les genera total desconcierto, que es que la víctima los enfrenta, se empodera y decide decir basta.
El machismo es muy despiadado con las mujeres y más aún con aquellas que enfrentan situaciones críticas de violencia a quienes no les basta haber maltratado, sino que las quiere destruidas de por vida, las quiere totalmente miserables, infelices, sumergidas en el dolor y sin ninguna cuota de voluntad alguna para seguir adelante con sus proyectos de vida, y menos aún las quiere luchando y revolucionando desde la trinchera feminista.
Es por ello que cuando ven a una mujer víctima surgir como el ave fénix para enfrentar la violencia, el machismo tiembla, la frustración se incrementa y las reacciones de violencia se extienden a todos aquellos espacios sociales donde el patriarcado está cimentado.
Es exactamente esto lo que ha ocurrido con Arlette Contreras, quien ha sido víctima de una tentativa de feminicidio con difusión masiva, de la sanción social de su cucufata ciudad natal, de la indiferencia del Estado, de la corrupción de funcionarios y de la sociedad machista peruana que la revictimiza permanentemente y pese a todo ello, se convirtió en una figura pública conocida en el Perú y en el mundo gracias a su activismo feminista muy potente y ahora, para desgracia de los machos, es una grandiosa candidata al Congreso de la República.
Arlette ejemplifica a muchas mujeres víctimas sobrevivientes y luchadoras y eso es todo aquello que el machismo odia. Es una mujer no sumisa y rebelde, a quien la agresión patriarcal que casi acaba con su vida y los innumerables enunciados que pretenden difamarla y menoscabar su honor no le limitan para inspirar a más mujeres a no callar y enfrentar a sus agresores y a la sociedad que juega en contra.
Arlette es la víctima imperfecta para el machismo, porque no está derrotada, está sumamente empoderada y forma parte de una red de mujeres que deciden poner en el ojo público aquello que antes se quería mantener en las vidas privadas. Los machos quieren verla llorando, sufriendo y probablemente querían verla de la misma forma en la que su agresor, fuera de este mundo, pero para desgracia de ellos eso no es posible.
Una de las situaciones críticas de la falta del fortalecimiento de la democracia en el Perú es porque, literalmente, hemos permitido que cualquier mequetrefe humano se inserte en la escena política y ejerza función pública. Es por ello que el que una activista como Arlette, y como muchas de las demás personas que hacen de sus vidas agentes sociales de cambio, decidan tomar el poder político no tiene absolutamente nada de malo y por el contrario da ese necesario aliento a que más personas así lo hagan, y comience a primar el historial político social de una persona y no sus aportes económicos condicionados.
La participación política requiere con firmeza la inserción de las mujeres, pero con mayor ahínco, de mujeres que entiendan el fondo de todo esto, es decir de mujeres feministas, caso contrario la vigencia de nuestros derechos no tendrá el respaldo necesario. Bajo esta premisa, el que una víctima sobreviviente de la violencia machista que ha vivido en carne propia las irregularidades del Estado pueda tener en sus manos la posibilidad de ser parte del cambio es valioso.
Es importante que comience a quedar en claro que nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio y más mujeres conquistaremos los espacios sociales, económicos y políticos que nos merecemos, porque no queremos ser solo ser escuchadas en nuestras demandas, sino que queremos ser hacedoras de las reglas de juego de nuestro país y con ello de nuestra propia historia.
Sigamos adelante todas las mujeres imperfectas, conquistando espacios y destronando a machos.