Inicio este texto asumiendo los cuestionamientos que pueden desprenderse de este, en tanto comentaré sobre un aspecto que para los fervientes seguidores de la Iglesia católica es sensible, pues Santa Rosa de Lima, la patrona de las Américas, la patrona de nuestra “prestigiosa” Policía Nacional del Perú, tiene este 30 de agosto su día más especial de conmemoración, es muy querida en nuestra cultura peruana y promoverá una manifestación colectiva de alabanza, en donde miles irán al “Pozo de los deseos” para reafirmar su fe.  Para mí, Santa Rosa no es más que una mujer altamente víctima del patriarcado promovido por la Iglesia machista que vivió una vida miserable y murió de manera deprimente.

Crecí con una formación escolar católica, en donde por estas épocas se nos contaba de la manera más romántica la vida de Isabel Flores de Oliva, con voz apacible nos daban cuenta de sus sacrificios, su devoción infinita a Cristo, su sufrimiento y su dolor. Todo ello nos era transmitido como algo sumamente positivo, dulce, sublime y hasta buscaban generar ternura respecto a la imagen de una joven que se maltrataba a sí misma por su amor a Cristo. Sucesos que supuestamente debían inspirarnos, lo que ocurrirá con muchas personas asumo, pero que en mi caso, desde niña, me aterraron profundamente, tal es así que nunca pude entender por qué todo ese comportamiento tan horrible podría ser tan “bonito” y motivo de canonización, y con ello venerarla y admirarla.

Santa Rosa es para las mujeres peruanas esa imagen de hermosura y perfección, pero lo es porque así nos lo ha metido en la cabeza el sistema machista patriarcal de la Iglesia católica que consagra en este personaje todo lo que quiere en una mujer, para seguir perpetuando su poder y dominación sobre la base del sometimiento.

Santa Rosa es la mujer perfecta para el patriarcado, pues consolida la imagen de la sumisa ideal, que solo es una herramienta de servicio a un mensaje de obediencia y no una persona autónoma que forma parte de la construcción de la sociedad.

Santa Rosa era hermosa, sin ningún matiz andino “como debe ser”, tenía que tratarse de una mujer de tez blanca que encaje en el estereotipo de belleza importado y obviamente era de una familia “bien”, con lo cual nos refuerzan el estereotipo de cuando una mujer es considerada bonita.

Nos cuentan que era tan bella que por eso se le llamó “Rosa”, aunque según se comenta, le causaba molestia que la llamen así, pero Toribio de Mogrovejo la “tranquilizó” diciéndole: “Pues, hija, ¿no es vuestra alma como una rosa en que se recrea Jesucristo?”, con lo cual quedó tranquila y segura del nombre que le habían dado. Como verán, su voluntad jamás importó.

Asimismo, con discursos dotados de sentimentalismo cálido, nos narran que como era tan hermosa renunció a mostrar su belleza para no tentar a los hombres, por lo que se cortó el cabello y se cubrió el rostro, luego de rociarlo con pimienta, “¡Oh, qué nobleza!”.

Sinceramente, todo esto, siendo niña, me parecía espantoso y jamás entendí estas conductas como “admirables”, pues lo único que me quedaba claro es que toda la imagen que Santa Rosa representa, y la relevancia que se le asigna, no era más que parte de la agenda eclesiástica de fomentar su doctrina, en donde las mujeres no somos protagonistas de nuestras vidas y, por el contrario, estamos destinadas a sufrir. Por ello, nos lo mencionaban con insistencia enfática que estas conductas eran “grandes hazañas”, con el fin de germinar en las mentalidades de las personas pensamientos que las lleven a naturalizar la sumisión.

La constante difusión de la vida de Santa Rosa ha sido un mecanismo perverso utilizado por la Iglesia para fomentar en las mujeres ese ejemplo a seguir mediante la imposición de conductas de obediencia, en donde, por ejemplo, inculcan el pensamiento que el relacionarse afectivamente con alguien está mal y es pecado, pues el único a quien debemos amar es a Cristo, además de que no debemos querernos a nosotras mismas, no debemos amar nuestros cuerpos y poder sentirnos a gusto con nuestra apariencia y querer mostrarnos como nuestra libertad lo permita en aras del intercambio de experiencias afectivas con los demás.

Pero también Santa Rosa cumplió con esta imagen de mujer deseada por la Iglesia, en tanto “decidió” internarse en un convento y servir a la misma, con una vida “ideal” en donde su voluntad respecto a lo que podía hacer ella por sí misma acorde a sus sueños y metas, quedara en segundo plano, no interese, y su valor sea calificado por su constante meditación del evangelio y su comunicación con Dios. Sin embargo, eso no sería todo, pues aquí viene “lo mejor” en Santa Rosa, lo que la hace la santa más querida del Perú, lo que la convirtió en la precursora de la frase “si no se sufre no vale”.  

Santa Rosa ayudó a su padre con la economía familiar, entre trabajos de cultivo, también hacía costuras, ayudaba a los enfermos y a los pobres, y colaboraba en las actividades de catequesis; no obstante, esas no son las acciones que la destacan, pues lo primero que se nos viene a la mente cuando pensamos en ella es su “infinita devoción” a Cristo y todo lo que hizo para sufrir como él. Sí, ese es el gran mérito de Santa Rosa.

Realizaba ayunos de manera permanente, evitaba comer carnes, no tomaba bebidas para recordar la sed de Cristo crucificado, por lo que, cuando sentía mucha sed se conformaba con mirar el crucifijo. Pero como eso no era suficiente, realizaba duras penitencias en secreto, se infligió torturas y ella misma se generó padecimientos terribles en su afán de imitar y replicar el sufrimiento del hijo de Dios. Díganme ¿qué de positivo tiene todo esto?

En definitiva, no se trata de cuestionarla a ella, sino al sistema, pues bajo el supuesto de que su presencia en este mundo haya sido conforme se cuenta, entonces me queda claro que no fue más que una completa víctima del poder destructor de la Iglesia. Y ese es el ideal máximo al que quiere llegar esta Iglesia machista con todas nosotras, es el sueño de Cipriani y su cúpula de amigos.

Es sumamente mortificante pensar en una mujer con tal grado de sumisión, quien además de todo eso, tuvo que experimentar la terrible tuberculosis y aplacar su enfermedad solo con oraciones pidiéndole a Dios que aumente su sufrimiento, creyendo que eso la acercaba al camino correcto. Santa Rosa murió tan solo a los 31 años, luego de una, indubitablemente, vida infeliz.

Los 30 de agosto deberían ser un día de reflexión en honor a Santa Rosa, sí, pero para meditar y analizar sobre lo destructora que puede ser la doctrina eclesiástica de la Iglesia católica para la vida de las mujeres. Sufrir con total voluntad no debe ser en absoluto replicable y, en caso la fe católica guíe sus vidas, en lugar de planear como sufrir, resulta mucho más alentador imitar las acciones de Jesús, como aquel personaje revolucionario que logró desestabilizar todo un imperio y sistema político para lograr mayor justicia social sin discriminación alguna.

Si maltratarte, torturarte, lesionarte, herirte, no valorarte y someter tu voluntad a la Iglesia te convierte en una mujer santa, en definitiva, no quiero serlo y ninguna mujer debería quererlo, pues apartar la libertad y la dignidad de la vida de un ser humano es, simplemente, impensable.